Mi primera misión como caballero

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 El aire descendía filoso hacia a mis pulmones como si lo cortara cuando se deslizaba. Levaba minutos corriendo, evitando soldados y catatónicos. No había sido difícil golpear con el escudo al hijack y correr lejos de él. Cayó al suelo y se quedó tumbado como una tortuga, tratando de voltearse.

—¡Rufián! —había chillado como si eso me hiciera cambiar de opinión y volver arrepentido.

—¿De verdad creíste que iba a matarme idiota? —había preguntado mientras le daba la espalda y corría.

—¡Puedes intentarlo! —había sugerido pero yo ya me había ido.

La mañana ya había llegado pero unas nubes que estaban agazapadas detrás de las montañas se escurrieron y cubrieron toda la cuidad. Estaba tan nublado que los colores perdieron intensidad y los arbustos en llamas de los jardines irradiaron una luz que me hizo saber la razón por la que siempre ardían: iluminaban todo. Los visitantes seguían festejando o dormían al igual que mendigos en los corredores.

Nisán era como un adolescente parrandero, dejaba que cualquiera hiciera lo que fuera en su casa y no le importaba.

Mientras me escondía detrás de una columna y esperaba que una patrulla de la mesnada transcurriera de largo, supe que estaba acorralado y no tenía dónde esconderme. No podía salir del castillo, tarde o temprano sería descubierto por los soldados o lo catatónicos.

Petra, de alguna manera, estaba desenredando el lazo que tenía la mente de Nisán con las órdenes de los sacerdotes. Lo sabía. Lo intuía. Estaba tratando de curarlo. Separados y a nuestra manera habíamos tratado de liberar ese mundo.

Dirigí una mano a mi mochila donde había guardado la corona. La saqué y la contemplé por unos segundos recordandome las razones de por qué lo hacía. Si era atrapado al menos terminaría con lo que empecé.

La herrería. Había visto ese lugar cuando Tiznado me había llevado hacia la fiesta en los jardines del día anterior. Tenía que ir pero todos los pasillos, los corredores, las bóvedas y las salas estarían repletas de personas buscándome. Estaba comenzando a temblar pero no dejaría que el pánico me dominara, si era atrapado encontraría la menara de escapar ¿O no?

Tragué saliva, suspiré y eché a correr con todas mis fuerzas. Tenía la corona en mis manos. Las personas que me veían pasar detenían su charla, baile o festín para apreciar la prisa que tenía. Una patrulla de catatónicos apostada en un mirador, encima de una galería, me vio pasar y echaron a correr hacia la escalera. Doblé un pasillo y corté camino metiéndome por un jardín donde estaban plantados distintos tipos de árboles frutales, había bancos y torres de madera que tenían forma rara. Ese rincón del jardín era tan extraño que no parecía real.

Atravesé una muralla. La reja estaba levantada, los soldados de hojalata vacilaron si detenerme o no porque era día libre y cualquiera podía correr a donde quisiera.

Aunque ellos no me siguieron no estaba solo, podía oír los pasos de los catatónicos, ninguno gritaba guturalmente como solía hacer. El grupo se conformaba por sirvientes y soldados. Parecían eso, normales, y lo aparentaban porque estaban rodeados de personas que si descubrían que eran catatónicos no le darían una segunda oportunidad. Pero yo no les daba tanto crédito, actuaban así porque se lo habían ordenado no porque lo creyeran buena idea, esas cosas no eran humanos.

Del otro lado de la muralla había pequeñas chozas donde trabajaban los artesanos oficiales. Incluso había establos separados por especies. Una estrecha calzada era rodeada de talleres. Había mucha gente, tuve que abrirme paso a empujones. Escarlata apareció sobrevolando sobre mi cabeza, descendió dando piruetas y me siseó como si preguntara por qué me veía tan mal.

—¡Vete!

Gruñó.

—¡Te atraparán! ¡Lárgate!

Para mi sorpresa obedeció. Aleteó hasta perderse en las grises nubes. Los catatónicos empujaban a la multitud que atestaba la calle con los ojos clavados en mi nuca, había muchos visitantes con mascaras contemplando los talleres o deambulando.

Turistas, nunca me liberaba de los turistas.

Corrí hasta encontrar la fragua de los herreros. Un soldado de la mesnada tocó un cuerno desde la torre. Me había visto y estaba dando la alarma. A pesar de que había mucha gente en la callejuela se hicieron a un lado rápidamente, marcando una definida brecha donde yo me encontraba. Murmuraron y me miraron con sorpresa.

Maldije para mis adentros ¡Ahora sí se corrían!

La fragua era una galería, el techo era de paja sobre vigas de madera, las paredes de roca. El suelo era tierra apisonada. Había placas de metales en las paredes y muchas herramientas desperdigadas en las mesas. Una austera escalera de piedra te conducía al piso inferior que era un sótano donde ardían las fraguas y los hornos.

Bajé las escaleras mientras un hombre me gritaba que no tenía autorización. Los catatónicos ya había llegado y el estridente choque del metal me hizo saber que la mesnada también. Sus caballos relincharon en el piso de arriba y volcaron algunas mesas. Un calor abrasador me sacudió, aumentaba a medida que descendía cada escalón.

Los catatónicos comenzaron a bajar. No haría tiempo. Necesitaba unos segundos más. Tenía que lograrlo, se suponía que era un caballero o algo como eso.

—¡Nihilum! —aullé y un fuego se propagó por la escalera. Los catatónicos y los soldados retrocedieron aullando maldiciones.

«Tengo que aprender nuevos trucos pensé» Pero por el momento ese me servía.

—No me dolió —gritó una voz conocida, trepando la escalera para escapar de mi fuego—. ¡Ja, ja! ¿Eso es lo mejor que tienes?

El calor era derribador y convocar el fuego dos veces en la misma noche me había agotado. De repente las rodillas me temblaron pero no les permití flaquear. Busqué fuerzas mientras trataba de encontrar la fragua más grande. Estaba en el medio de la fila de hornos que parecían cuevas humeantes. Corrí en esa dirección. Ya tenía metal fundido dentro, incandescente y al rojo vivo. Arrojé la corona al colosal horno. Mi vista se desenfocó y el calor quemó mis ojos. Busqué a tientas un atizador y me preparé para plantar pelea pero cuando supe que estaban bajando la escalera me desvanecí.

Caí al suelo.

Lo último que vi fue el metal candente fundirse pero no del todo. Tenía que destruirlo completamente. Traté de levantarme con los brazos pero no tenía fuerzas.

«Asegúrate de que se destruya»

Bueno, de todos modos nunca había querido ser caballero real.  

El futuro perdido de Jonás Brown [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora