VACÍO
Me persigue.
Soy su víctima.
La más odiada.
Más que la oscuridad.
Más que el miedo.
Más que la tristeza.
Más que la muerte.
Busca mi belleza.
Pero yace inerte.
Porque eso no es mío.
Solo me rodea el vacío.
Llenando toda mi mente.
GRACE
Parece que las teclas del piano se me resisten hoy, como si me estuvieran advirtiendo de que está pasando algo. Pero no tengo ni idea de qué es. Sencillamente mi cabeza y mis dedos no se coordinan, y eso hace que empiece a golpear el teclado a causa de la frustración.
«Tranquila», pienso, cerrando los ojos y respirando durante un par de minutos, en el intento de relajarme. Pero siempre que hago eso mi respuesta, al abrir los ojos dos minutos después, es: «Mis problemas siguen aquí, así que acabas de desperdiciar dos minutos, Grace».
Me levanto, abandonando el piano, y me dirijo al gran ventanal central del salón. Este lugar me tranquiliza gracias a las vistas del mar casi helado por las bajas temperaturas, ya que estamos en la penúltima semana de diciembre; las plantas cercanas al pantano; los árboles; el sendero principal del castillo, que lleva hacia la costa de la isla. Todo está recubierto de nieve y hace que el paisaje sea aún más hermoso.
Sí, vivo en un castillo enorme ubicado en el centro de una isla que he decidido llamar Isla de Grace, básicamente para que tenga un nombre, en el norte de Femtania. Pero lo que más sorprende a la gente de mí es que vivo sola y aislada, literalmente. El castillo con tres torres es todo mío y la isla solo la he pisado yo desde que la compré cuando me independicé a la edad de los diez años.
Lo hice porque mi antigua yo era una niña soñadora y expectante de tener cosas que no podía obtener, como el amor de alguien. Adoraba las obras literarias antiguas, en las que un chico y una chica se enamoraban perdidamente y hacían cualquier cosa por el otro. Sin duda, mi favorito era Crepúsculo, escrito hace ya unos cinco siglos. Pero esos sueños fueron machacados por las normas de Femtania y Homotania, que dictan claramente que hombres y mujeres no pueden ni siquiera verse.
Por lo que a los diez años, cuando comprendí todo, parecía que me hubiera chocado contra un muro habiendo corrido directamente hacia él, como una estúpida. Así que entendí que la vida que quería nunca la iba a encontrar, nunca, y decidí irme de casa.
Mis madres estaban demasiado ocupadas con sus trabajos como para percatarse de mi existencia, es más, ni se molestaron en buscarme, así que me compré la isla con el castillo y la hice mi hogar. De hecho, es el único sitio que considero mi hogar, no como Rosses, que es la ciudad en la que mis madres me criaron, o lo intentaron. Además, desde la implantación de nuestro sistema, es natural que los niños se independicen a una edad temprana, dado a que somos «mayores de edad» a los nueve años, legalmente.
Pero me acuerdo de que la primera noche que pasé en el castillo solo pensaba en una cosa: la Semana del Permiso, en la que podría visitar Homotania y mis sueños podrían hacerse parcialmente realidad. Podría conocer a un apuesto joven. Podría ver a muchos chicos. Pero esa idea se ha desvanecido desde hace mucho tiempo.
No veo las noticias, no he pisado una ciudad desde que me independicé y no recuerdo la última vez que hablé con alguien. De hecho, en el castillo, la única tecnología avanzada que poseo es un ordenador para hacer mis pedidos de compras, que llegan en dron en menos de media hora pese a estar bastante lejos de las ciudades. Asimismo lo uso para ver películas y escuchar música. Así que, efectivamente, la única persona con quien hablo soy yo, por decirlo de alguna manera.
No obstante, pese a aislarme de este modo, no me he olvidado de hablar o pensar, ya que mis grandes aficiones son ver películas antiguas y leer novelas románticas, aunque no acabe de creer en el amor. También escribo de vez en cuando y me dedico a tocar el piano y a la botánica. Sé que no soy la persona más divertida del mundo, pero estas actividades me llenan y me hacen seguir «viva», si es que realmente lo estoy.
Justo en este momento, veo que se acerca un dron a toda velocidad, atravesando el mar hasta llegar a la ventana en la que me ubico. Abro el gran ventanal, dejando que el frío penetre en la gran estancia durante unos instantes, y lo cierro en cuanto me cae el paquete en las manos y el dron vuelve a alejarse.
«¿Cuándo he pedido un paquete?», me pregunto, sin acordarme del último pedido que hice.
Para salir de dudas, me deshago del fino papel que lo envuelve y abro la pequeña caja. En su interior hallo una botella de cristal con un contenido rojizo.
—¡Es una colonia! —exclamo para mí misma.
No es muy usual que alguien se alegre por tener una colonia, pero para mí eso indica un hecho: llevo nueve años viviendo en este castillo.
Lo primero que hice al mudarme aquí fue pedir una colonia. Ese frasco me duró un año, así que decidí, al año siguiente, comprarme uno distinto pero con la misma cantidad. Cada día me echo la cantidad justa para que la fragancia dure trescientos sesenta y cinco días, ni más ni menos, a excepción de dejar unas cuantas gotas en el fondo del tarro de cristal.
Este es el método que utilizo para medir el tiempo que llevo aquí, aunque no solo tiene ese significado. Para mí, la fragancia de cada año me trae recuerdos de una etapa de mi vida, así que en el vestíbulo del castillo tengo una vitrina de cristal en la que dejo las botellas de colonia con unas gotas de su contenido, que me sirven para oler, de vez en cuando, la fragancia de los años anteriores y, como resultado, puedo «revivir» algunos de los recuerdos que tuve en este gran castillo.
Abro la botella de la nueva colonia y esta desprende un intenso olor floral dulzón, muy diferente al aroma suave de la fragancia que he utilizado este año.
—Nuevo año, misma rutina —me digo en un intento de animarme.
Cruzo el castillo hasta llegar a la torre este, donde se encuentra mi habitación. Cojo la botella, casi vacía, con la fragancia que había estado utilizando hasta ahora de mi caótica y desordenada estancia y bajo la escalera de caracol en dirección al vestíbulo del castillo, donde hace muchísimo frío.
Me dirijo a la vitrina y coloco el viejo tarro al lado otros siete, todos diferentes y únicos. Suspiro, como si, de algún modo, viera allí todos mis recuerdos expuestos y reflejados en las botellas llenas de polvo, cargando años en su escaso contenido.
Pero cuando de verdad me reflejo es el momento en el que cierro la reluciente vitrina y veo mi imagen casi transparente: mi melena rubia y lisa, que me llega cerca de los tobillos, mis ojos grises y la delgadez de mi cuerpo bajo todas las prendas de color blanco, el único color que siempre luzco.
Dejo de mirar mi reflejo y me siento en la escalinata cercana a las grandes puertas principales del castillo, donde el frío penetra con más insistencia.
«Todas creen que estoy loca», pienso.
Ese es el motivo por el cual nadie se acerca a esta isla: se difunden rumores y leyendas de que enloquecí por mi soledad y de que soy un alma en pena que vaga por estos pasillos, así que nadie pone un pie en el terreno de la isla, pese que alguna atrevida haya tenido la tentación de hacerlo, pero solo pasó fugazmente en su barco y se alejó como si nada hubiera ocurrido. Ese fue el momento en el que más cerca estuve de alguien durante estos nueve años.
El vago recuerdo de ese momento me advierte que estoy pasando por una de esas etapas de reflexión sobre mi soledad que no me servirán para nada; son una pérdida de tiempo. Aunque posea todo el tiempo del mundo.
Finalmente, me decido por volver al salón, subiendo por las escaleras rápidamente y sin detenerme a pensar mucho.
A ver si el piano me hace caso ahora.

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Siete días
RomanceDISPONIBLE EN FÍSICO y eBOOK ¿Siete días son suficientes para que la persona más fría se enamore? Hace cinco siglos el mundo se dividió en dos partes: Homotania, lo que antiguamente era América, donde residen los hombres; y Femtania, antiguamente co...