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PEQUEÑOS SUFRIMIENTOS

Quiero dejar de ser una de esas personas

que creen que usando el diminutivo

todo suena menos ofensivo.




GRACE


Después de desayunar, me asomo por la ventana de la cocina, que se encuentra en el tercer piso, con tal de encontrar calma en el color blanco de la nieve que caracteriza diciembre. El blanco, un color que simboliza la paz aunque el mundo siempre esté en guerra.

Pero la imagen que quería ver se interrumpe por la aparición de una mancha negra que destaca sobre la nieve y se va acercando a la verja del castillo por el camino principal de la isla. No tengo ni idea de quién es ni de qué quiere, pero creo que todo esto es un error, aunque, por lo que observo, la chica no vacila en ningún momento; es más, avanza decididamente, abriendo la puerta de la verja y adentrándose en los alrededores del castillo.

Minutos después, escucho los sonidos insistentes sobre la superficie de las grandes puertas del castillo, un ruido con el que no estoy nada familiarizada.

Me apresuro a bajar rápidamente todas las escaleras del castillo hasta llegar al gran vestíbulo. Me detengo brevemente para pensar.

«¿Por qué se han acercado a la isla? ¿Y si quieren comprobar si estoy loca? ¿Y si me graban y hacen una broma? ¿Y si...?», no dejo de preguntarme.

—La única manera de saberlo es abrir esa maldita puerta, Grace —me digo en un susurro.

Avanzo lentamente hacia las grandes puertas y, sin pensar mucho, abro una con mucha decisión.

Y me arrepiento completamente de haberlo hecho, porque lo que encuentro no es una chica. No, no. Lo que encuentro es mucho peor: un chico. Está plantado como si nada en el porche de mi castillo, mirándome con asombro, como si fuera la primera persona que ve en años, pero no le voy a permitir eso, porque yo soy la persona que no ha visto a otra persona en años, y no él. De hecho, nunca había conocido a un chico, obviamente.

Es alto, moreno y delgado, pero lo que más me llama la atención son sus ojos marrones, examinándome de arriba abajo.

Para asegurarme de que no estoy alucinando y de que estoy viendo a un chico de verdad, solo me hace falta fijarme en la estructura física. Y todas sus características encajan con las de un hombre.

—¿Qué diablos haces aquí? —es lo primero que se me ocurre decir—. ¡Si las autoridades te pillan nos detendrán a los dos! ¡Fuera de aquí, chico estúpido!

Cierro la puerta de un golpe, ante la sorpresa del joven, que intenta poner un brazo, pero la puerta pesa demasiado y, en consecuencia, cuando me quedo plantada, recapacitando sobre lo que está ocurriendo, escucho un pequeño chillido seguido de unas palabras.

—Eh —dice su voz al otro lado de las puertas—, no estoy aquí ilegalmente: es la Semana del Permiso.

Mis ojos se abren como platos.

¿Cómo? ¿La Semana del Permiso? Como estoy tan aislada del mundo no sé cuándo ocurren las cosas.

Respiro hondo y abro la puerta de nuevo.

—Me has hecho daño —replica el chico acariciándose una mano con la otra.

Pongo los ojos en blanco y gruño a modo de disculpa.

—¿Qué quieres? —añado de manera cortante.

—Se me ha estropeado el bote en el que viajaba y este es el sitio más cercano que hay —explica encogiéndose de hombros.

—¿Y?

—Pues que necesito asilo y alimento porque hace un frío increíble. —Señala el paisaje blanco detrás de sí, como si fuera evidente—. Hasta que pueda arreglar el bote, por favor —agrega casi a modo de súplica. Le miro con cara de pocos amigos—. Además, casi me rompes la mano —me recuerda.

Vuelvo a poner los ojos en blanco.

—Vale, pasa. —Le abro la puerta y le cedo el paso.

—Muchas gracias —me agradece junto a una sonrisa—. No es por ofender —continua («Este chico no se calla», pienso para mis adentros) mientras sube las escaleras y observa, con la boca abierta, el interior del castillo—, pero espero que tus amigos sean más agradables que tú.

Avanzo unos pasos para seguir su ritmo y poder guiarlo, pero antes me detengo delante de él, impidiéndole el paso a un pasillo que lleva a las escaleras que conducen a la primera planta.

—¿Amigos? —cuestiono desafiante y ofendidamente—. ¿Qué te hace pensar que alguien más vive aquí?

El chico alza las cejas.

—Eres muy graciosa —apunta con otra sonrisa—, pero no puede ser que alguien viva solo en un sitio tan enorme como este, ¿no crees?

—Bueno —replico—, tú sí que eres gracioso. Esto —alzo los brazos en alusión al castillo— es solo mío. De hecho, toda la isla lo es. —Ahora me mira con sorpresa e incredulidad—. Así que —añado—, para tu desgracia y la mía, solo nos tenemos el uno al otro.

Asiente lentamente y, ante sus expresiones, puedo sentir el hilo de sus pensamientos, lleno de interrogantes que quieren salir de sus labios, pero se contiene.

—Hasta que repares el bote —insisto antes de continuar avanzando, seguida de sus pasos.

Lo conduzco hasta la torre este (la más alejada de la mía), que está equipada con varias habitaciones. Sin embargo, decido asignarle la que está en la cima de la torre, ya que es la más grande. De todos modos, nunca se hospeda nadie.

—¿Toda esta habitación es para mí? —pregunta observando la estancia, casi sin aliento a causa de todas las escaleras que hemos subido.

—¿Te parece poco? —replico.

—No, claro que no —se apresura a decir.

—¿Entonces?

—Es muy grande.

Niego con la cabeza.

—Por favor, no hagas que me arrepienta —le pido.

Seguidamente, abandono la estancia bajando por la escalera de caracol de la torre, dejando solo al nuevo invitado, y me dirijo a mi habitación a paso rápido con miedo de que me pueda seguir.

Finalmente, llego a mi desordenado cuarto. Miro a través de la ventana con la intención de poner en orden mis solitarios pensamientos. Pero lo único que me proporciona este chico moreno son dudas y más dudas.

—¿Por qué estás haciendo esto, Grace? —me pregunto a mí misma.

Siete díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora