13

214 56 19
                                    



RUMORES

Creen que me conocen

sin haber cruzado palabra.

Creen que saben quién soy

sin haber mediado mirada.


Creen ser el centro de todo

sin saber centrarse en el mundo.

Creen que lo tienen todo

sin saber qué disfraza el vacío.


Creen entenderme.

Creen ofenderme.

Creen amarme.

Creen insultarme.


Creen mucho

sabiendo poco.

Creen demasiado

sin poner fe en algo.



ALAN


Algo mucho peor que la soledad es el instituto. Sí, por muy contradictorio que suene es así. Prefiero quedarme en casa antes que mezclarme con decenas de jóvenes explicando cómo les ha ido la Semana del Permiso.

Pero no me queda otro remedio, supongo. Así que me alzo, me visto, desayuno y evalúo mi aspecto en el recibidor de mi apartamento antes de salir. Estoy aceptable, a excepción de las poco notables ojeras que sobresalen bajo mis párpados y tengo el presentimiento de que me falta algo.

Ese algo es descubierto cuando ya estoy cruzando la puerta y veo el gorro blanco de Grace colgando de una percha. Sin dudarlo ni un segundo, doy un par de zancadas hasta alcanzarlo y me lo pongo para cubrir mi cabeza.

Instantes después, me subo al autoavión y me encamino al instituto con la mayor desgana que jamás he experimentado.

En cuestión de escasos minutos, el vehículo desciende con suavidad en el aparcamiento. Oigo el familiar bullicio de los estudiantes, pero esta vez es diferente. Huelo entusiasmo en el aire, parece que todos están felices. Y, efectivamente, así es.

La gente va de un lado a otro agrupada, explicándose los unos a los otros con exaltación sus experiencias durante la Semana del Permiso. Algunos incluso dan saltitos o gritan de alegría al no poder contener la emoción.

Yo, decidido a no hablar con nadie, voy directo hacia el edificio donde me toca mi primera clase del día: Historia de Homotania, mi asignatura favorita. Pero ciertamente ahora ni me interesa qué clase toca.

Me siento en mi correspondiente pupitre, pongo en marcha mi libro virtual y espero hasta que el profesor llegue. Durante este periodo de tiempo, mis compañeros van entrando a clase y van acomodándose en sus asientos. Un grupo de chicos que suelen estar cerca de mí en lo que respecta a la distribución de la clase se pone a hablar nuevamente del maldito tema estrella.

—¿Cómo te ha ido, Alan? —pregunta Joe, el que se podría considerar el líder del grupo. Es un chico de tez pálida, forzudo y posee unos ojos de color miel—. ¿En qué zona de Femtania has estado?

—Bien. En el norte —respondo cortantemente.

—Genial, yo estado cerca de allí también —expresa otro chico llamado Joshia. Parce ser que ninguno de ellos ha captado mi estado de ánimo—. Hacía mucho frío.

—Pues yo estado en el sudeste —indica un muchacho cuyo nombre desconozco totalmente. Es más, es la primera vez que lo veo—. En el punto más cercano al continente de Oceanía.

—No había mucha gente, ¿verdad? Porque Oceanía está deshabitada —apunta Joe.

—Los primeros días no —afirma el chico desconocido—, pero a medida que transcurría la Semana del Permiso el lugar iba llenándose tanto de hombres como de mujeres.

»De hecho —continúa—, el último día me acerqué a una pareja y me respondieron que estaban esperando en la estación de autoaviones para que los llevaran al puerto. Desde allí iban a coger un ferri rumbo a Oceanía.

—¿Cómo? —pregunta Joe extrañado. A continuación suelta una carcajada—. Qué bien bromeas.

—No —replica seriamente el muchacho—, no estoy bromeando. Lo digo totalmente en serio.

—Pero, ¿cómo se supone que van a ir a Oceanía si allí no habita nadie? Ni si quiera hay transporte para llegar hasta allí. Lo que has dicho es falso —arguye Joe con autoridad—. Y, en el hipotético caso de que eso fuera verdad, sería una misión suicida dado a que no tendrían de qué vivir porque, insisto, hace siglos que nadie habita en Oceanía y la industria no exporta alimentos para esa zona. Los Acuerdos entre Femtania y Homotania dejaron muy claro que ese continente no es territorio de nadie y que está prohibido conquistarlo.

—Conozco a la perfección los Acuerdos —prosigue el chico desconocido—, pero esa pareja me explicó que se extienden rumores de que Oceanía está actualmente habitada por gente muy diversa, con diferentes orientaciones sexuales, por lo que allí se puede convivir libremente, sin ser juzgados por nadie.

Joe y Joshia sueltan numerosas carcajadas hasta el punto de que casi les saltan las lágrimas de la risa.

—Habitada... —se burla Joe casi sin aliento—. Oceanía... Por gente muy diversa... Creo que alguna de las dos autoridades se hubiera dado cuenta de eso, ¿no?—dice con ironía. Se ríe durante unos segundos más antes de soltar—: De verdad, qué gracioso es este chico...

—Y que lo digas —coincide Joshia todavía riéndose—. ¿A que es gracioso, Alan?

Les correspondo con una sonrisa forzada, pero dirijo mi atención al chico desconocido, que me suelta una mirada de preocupación y desafío antes de que suene el timbre del inicio de la clase. Después, me da la espalda para atender a la llegada del profesor.

Mientras el maestro habla sin cesar con su tono animado característico, yo reflexiono acerca de lo que acabo de presenciar. No sé si el chico misterioso miente o no, pero si cabe la mínima posibilidad de que haya un lugar donde hombres y mujeres pueden convivir juntos sin que tengan que transcurrir cien años, allí quiero estar yo lo más pronto posible. Con Grace a mi lado.

Me ajusto su gorro blanco sobre mi cabeza para acabar de convencerme.

Siete díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora