BALAS MUSICALES
Siempre me ha gustado la música.
Siempre me siento bien con ella.
Pero la canción que pusiste
me incomodó,
me inquietó.
Quería que todo parara.
Porque eran las balas de otro.
Dedicadas a mí.
Para matarme.
GRACE
Durante la mañana del quinto día de estancia de Alan en mi castillo, desayuno junto a él. De hecho, que me haga el desayuno parece una pequeña costumbre. Hoy se ha despertado optimista y contento.
—Hoy me voy a dedicar a arreglar el motor del bote —explica después de darle un sorbo a su café humeante.
—¿Necesitas ayuda? —ofrezco.
Se le iluminan los ojos.
—Si sabes algo de motores sería genial.
—Algo sé —me encojo de hombros.
Después de haber buscado las herramientas, salimos abrigados hasta llegar al límite de la isla, donde está situado el bote de Alan, en la orilla.
—Ayer le eché un vistazo y la reparación podría tardar un poco, pero antes de que se acabe la Semana del Regreso lo tendré arreglado —explica.
—Espera —interrumpo—, deja que lo examine.
Me agacho y lo miro con detenimiento.
—No será muy difícil —concluyo—, solo se ha estropeado una pieza que es muy sencilla de arreglar. Anda, pásame la caja de herramientas.
Me dedico a reparar el motor durante media hora, más o menos, en la que Alan solo se dedica a observar con admiración.
—Ya está.
Arranco el motor para comprobar si todo va bien y, al escuchar el ruido normal que debería emitir, miro a Alan con satisfacción. Él me dirige una sonrisa forzada.
—Eres genial —se limita a decir.
Después, cuando apago el motor, él me da la espada y solo queda silencio entre nosotros. Entonces lo entiendo todo.
—Alan —me acerco a él—, que esto funcione —señalo el bote— no significa que tengas que irte. —Suspiro profundamente. «No lo hagas, Grace», dice mi parte racional—. Puedes quedarte hasta que se acabe la Semana del Permiso, en serio.
«Fantástico, lo has hecho», me felicita irónicamente esa parte racional.
—Gracias, Grace —es la primera vez que dice mi nombre real—, pero no quiero causarte más molestias.
—De verdad, no molestas. Quédate —le animo—, por favor.
Me doy cuenta de que mis palabras han sonado extremadamente ridículas, pero no me he podido resistir a decirlas. Creo que es lo que realmente quiero.
«No, por favor, Grace, dime que no está pasando...», me advierte mi yo más maduro. «Ni se te ocurra. Él no es nada y en dos días se irá, haciendo que tu vida vuelva a ser tan monótona como siempre. Como si no hubiera pasado nada».
Ahora me sonríe sinceramente.
Por la tarde, cuando estoy en un intento de poner orden en mi caótica habitación, me veo envuelta en tal silencio que la tarea se me hace imposible. Durante todos los años que llevo viviendo aquí, el silencio nunca me ha molestado; es más, es agradable. Pero desde que Alan ha llegado eso ha cambiado. Es como si su personalidad, su manera de ser y su espíritu optimista inundaran cada rincón del castillo.
Al encontrarme en esta situación, sin pensármelo mucho, abandono la imposible tarea de ordenar mi cuarto y bajo por la escalera de caracol de la torre. La verdad es que no tengo un destino concreto al que ir, lo único que tengo claro es que necesito oír cualquier otra cosa que no sea el silencio o a mí misma. Pero en mi interior sé que eso no es lo que busco, en realidad sé que busco a alguien, no algo.
Y, a medida que avanzo por los pasillos, tan solo me topo con ambas cosas de las cuales huyo, hecho que me pone de los nervios. Hasta que, de repente, me detengo y oigo un sonido. Un sonido humano. Una voz.
Vago por los corredores hasta que la escucho con claridad en la entrada a la escalera de caracol de la torre central. Suelo ir allí con bastante frecuencia, pero no se la he enseñado a Alan, así que supongo que se ha dado el lujo de descubrirla por sí solo. Escucho su voz, cantando, con más intensidad y claridad a cada escalón que subo.
No obstante, antes de entrar me detengo delante de la puerta para apreciar su canto. Temo que cuando abra la puerta deje de cantar la canción desconocida pero profundamente sentimental que me está dejando atónita.
Narra musicalmente la descripción de una chica rubia con el pelo largo, liso y dorado que se muere de ganas por acariciar; sus ojos, grises como las peores nubes, le debilitan; su carácter inesperado e impredecible es lo que más le gusta de ella, pero su inocencia es lo que más extrañará...
Eso es suficiente para mí, así que, casi por accidente, giro el pomo de la puerta y accedo a la gran sala, ubicada en la cima de la torre central. Sin embargo, eso no es lo más destacable, sino que su atractivo y exclusividad se encuentran en que está repleta de espejos: todas las paredes, el techo, la puerta e incluso el suelo son de cristal.
Al entrar, mi peor miedo se cumple: Alan deja de cantar y me mira. Cierro la puerta detrás de mí y veo cómo decenas de Graces se reflejan por todos los espejos. También hay incontables reflejos de él.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —es lo primero que me pregunta.
Pone una expresión entre atemorizada y avergonzada.
—Lo suficiente para... —no quiero decirle que lo he oído cantar de alguien cuya descripción encaja perfectamente con la mía, por lo que decido cambiar de tema—. Cantas muy bien, ¿por qué no me lo habías comentado? —suelto sin pensar mucho.
Me da la espalda, pero uno de sus reflejos me mira fijamente a los ojos.
—A ti también se te olvidó mencionar que existía este lugar —se encoge de hombros y sonríe cuando lo dice—. ¿Qué haces exactamente aquí, cuando vienes?
Yo también le doy la espalda y me dedico a examinar mi reflejo en uno de los espejos que tengo en frente. No puedo evitar arreglarme el pelo, poniéndome un mechón detrás de la oreja, y colocarme bien la ropa.
—Suelo venir aquí para recordarme que no soy el centro del mundo —explico—, para verme envuelta de mis reflejos y darme cuenta de que hay más gente allí fuera. —Niego con la cabeza y me miro a mí misma a los ojos fijamente—. Porque a veces, de pasar tanto tiempo sola, parece que solo exista yo.
Oigo cómo se acercan poco a poco sus pasos. Su reflejo aparece detrás de mí y siento físicamente su presencia y su aliento a punto de tocar mi cuello. Este hecho, inexplicablemente, hace que casi me estremezca y que me cueste respirar.
—Puede que no seas el centro del mundo, Grace —sus ojos marrones, a través del espejo, se clavan en los míos—, pero eres el centro de tu mundo.
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Siete días
RomanceDISPONIBLE EN FÍSICO y eBOOK ¿Siete días son suficientes para que la persona más fría se enamore? Hace cinco siglos el mundo se dividió en dos partes: Homotania, lo que antiguamente era América, donde residen los hombres; y Femtania, antiguamente co...