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MINÚSCULO MUNDO

no tiene sentido

empezar con

mayúsculas

si no te has

molestado en

poner un punto

al final



ALAN


Dormimos juntos y abrazados toda la noche en su habitación. Sospecho que eso es debido a que ambos tememos despertar y que el otro no esté, resolviendo así nuestra sospecha de que todo ha sido una ilusión creada por nuestras mentes desesperadas.

Horas más tarde de la salida de los primeros rayos del sol, Grace se mueve bajo las sábanas y se gira para poner su rostro frente al mío. Pese a tener los ojos cerrados, lo noto porque su respiración acaricia mi cuello. Finalmente, mis ojos se abren y se encuentran con los suyos, grises y pensativos, como de costumbre.

—Hoy es el día —susurra.

—Hoy es el día —repito.

—¿Estás preparado?

—No —suelto sinceramente sin pensarlo mucho—. ¿Tú?

—Pues —incorpora su cabeza en el cabezal de la cama mientras habla—, extrañamente sí. No tengo ni idea de por qué, pero es así.

Me paso una mano por el flequillo y suspiro.

—¿Crees que esto saldrá bien?

Apoyo mi cabeza en su hombro a la vez que observo la iluminación exterior del castillo, haciendo honor a la alegría del verano.

—¿Merece la pena pensar en ello? —contesta—. Vamos a hacerlo de todos modos, ¿no? —Asiento y, cuando nota mi gesto, añade—: Entonces deja de romperte la cabeza y pasemos a la acción de una vez.

La miro a los ojos una última vez antes de marcharme a mi habitación para vestirme. Ella me sigue con la mirada hasta que desaparezco por la puerta y escucha mis pasos desvanecerse por la escalera de caracol de su torre.

Más tarde, desayunamos rápidamente y en silencio, casi con desgana. Seguidamente, cogemos nuestro reducido equipaje, que en ambos casos se trata de una mochila apenas llena de ropa.

—Deberíamos llevar comida, ¿no crees? —le comento a Grace antes de salir de la cocina.

—Sí, cierto —coincide.

Me tiende otra mochila y yo me encargo de llenarla de provisiones. Cuando termino, bajamos al vestíbulo del castillo lentamente, especialmente porque creo que Grace está preparándose psicológicamente para abandonar su hogar, sin saber cuándo podrá volver a pisarlo o, siquiera, si volverá a hacerlo jamás.

Le tiendo mi mano para animarla y ella la coge mientras seguimos avanzando por los reducidos corredores y las escaleras hasta llegar a las grandes puertas de salida. Grace suspira cuando ya nos hallamos fuera de la fortaleza. Entonces se gira, mira hacia arriba y dice:

—Adiós.

Ahora es ella la que me hace avanzar con más rapidez hacia el autoavión que aparqué ayer en los jardines. La cabina se abre y los dos subimos. Nos ponemos los cinturones y suspiro más fuerte de lo que me hubiera gustado.

—¿En qué piensas? —cuestiona Grace ante mi última intervención no verbal.

—Este mundo es minúsculo.

—Ponle un punto al final para que eso cambie, entonces —propone mirando hacia delante.

Transcurren unos instantes de silencio en los que ninguno de los dos sabe muy bien qué decir, hasta que decido romperlo para ponerle fin.

—A Oceanía —ordeno al autoavión antes de perder la voz por el nerviosismo.

El vehículo, obediente, sale disparado hacia delante a toda velocidad.

Siete díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora