025 | Solsticio

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Hace un año y diez meses

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Hace un año y diez meses...

El día podría ser caluroso y tal vez sofocante. Asfixiante, como una compresa de rayos ultravioleta, golpeando la células de la piel y azotando la marea del equilibrio de temperatura corporal.

No obstante, las noches son frías. Débilmente el viento se encarga de enfriar una habitación completa y aunque las ventanas y calefacción funcionen, el frío busca la grieta más pequeña para entrar.

Así como lo hace la felicidad, así como la tristeza.

Fohr vuelve a aventar una piedrecita que impacta en el vidrio de mi ventana y lo trato de ignorar porque esta vez no quiero verlo.

Me gustaría abrir la ventana sonreírle y conciliar el sueño luego de que el susurré su buenas noches, y el soplo del viento se encargue de llevarlo al interior de mi corazón. Pero, hoy no estoy con ganas de hacerlo. Menos cuando después de la escuela, lo único que encontré en su cuarto fue la evasión y un grito de que me fuera a casa.

Lamentablemente mi corazón confabula conmigo y mi mente trata de imponer sus razones, aunque sabe por quién me dijo guiar.

Me fío de los sentimientos más de lo que los daños devienen luego.

El sonido vuelve y aparto las colchas y salgo abrazando mis brazos. El solsticio de verano está a mitad de temporada y las vacaciones llegan dentro de tres días, de los cuales no sé si pueda soportar la misma rutina de revisar la ventana cada vez que duermo.

Su sonrisa me anima. Siempre lo hace.

—Baja —un halo de valor se condensa y disuelve en el ambiente. Lleva el gorro con rostro de Santa Claus que su mamá se encargó de regalarle la navidad anterior—. Debo decirte algo. Es muy importante.

Asiento y cierro la ventana en busca de mis pantuflas de mapache afelpado. La manzana a medio comer de Popsy, me impide llegar ilesa a la puerta. Tropiezo estrepitosamente y el sonido hueco contra el suelo me arrebata el aliento.

Si mis padres decidieran salir al baño o en busca de agua... Es mejor no decir las consecuencias.

Con sumo cuidado bajo las escaleras, cruzó con éxito la sala y la cocina, y la prueba final es tomar las llaves de la puerta trasera sin hacer ruido o evitando que el llavero en formas de frutas, choque con la llave. Para mi bien, termino saliendo de casa en modo mudo del televisor.

Sus brazos me rodean mientras se encarga de esparcir besos por toda mi cabeza hasta llegar a mi rostro y hacer lo mismo.

—Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero... —repite. Rápido y agitado, como si acabara de hacer una carrera maratónica para llegar hasta aquí. Solo debió cruzar el cerco que nos separa y listo—. No sabes cuánto te quiero, Holly.

Mis manos no le devuelven el gesto. Están flácidas a mis costados e inflo las mejillas para no llorar. Porque quiero hacerlo, muero por dejar que un par de lágrimas exploten en mi conducto lagrimal y se derramen como la avena que mamá se olvida de apagar a tiempo.

Donde está el arcoírisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora