Capítulo 25

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El sonido de unas voces chillonas me despiertan. Me muevo un poco, notando que estoy sobre una suave y cálida cama. De inmediato noto la migraña, y me llevo una mano a la cabeza. Abro lentamente los ojos, y parpadeo un par de veces, para aclarar mi visión. Me invade el pánico al notar que no estoy en mi departamento. Me incorporo rápidamente, y miro a todos lados. Estoy en un cuarto de hotel, solo, aparentemente. Al notar la televisión encendida, puesta en Adventure time, me doy cuenta de que no es así. Alguien estuvo conmigo; también hay envolturas de frituras en el piso.

¿Cómo llegué aquí? ¿Quién me trajo? ¿Qué sucedió anoche?

Me llevo ambas manos a la cabeza. Estoy a punto de entrar en pánico. Poco a poco comienzo a recordar: anoche salí a beber, y se me pasaron las copas... Después...

Abro los ojos de par en par. No otra vez.

El sonido del inodoro me hace dar un respingo. Volteo a ver una puerta. Ésta se abre, y de ella sale André en pijama, despeinado y bostezando. Al verme, sonríe.

—Hola —me saluda como si nada—. Por fin despiertas. ¿Sabes qué hora es?

—¡¿Cómo te atreves a, siquiera, hablarme?! —exploto, colérico. Él se exalta—. ¡Te dije que no te me volvieras a acercar! ¡Que no me hablaras! ¡¿Por qué me trajiste aquí?! ¡¿Qué me hiciste?!

—Primero que nada: cálmate, grandísimo torpe —me dice, cruzándose de brazos—. Segundo: mírate bien.

Me toco el cuerpo repetidas veces, verificando que todo esté en su lugar.

—Yo... estoy...

—Vestido, tonto —corta—. Si me hubiese aprovechado de ti, ¿crees que te habría vestido?

—Entonces, ¿por qué me trajiste aquí?

—¿No recuerdas nada?

—No recuerdo qué pasó después de que me saludaste.

—No me sorprende —ríe—. Estabas muy ebrio. Te desmayaste al intentar alejarme. Como no sabía dónde vives, te traje aquí. No te hice nada —me explica—. De nada, por cierto —añade con enfado—. De no ser por mí, quizá hubieras amanecido en aquel lugar, violado. Tu auto se quedó allá, por cierto. No sé conducir. Tuve que tomar un taxi que pagué con tu dinero, para traernos aquí.

Desvío la mirada, y sobo mi nuca con remordimiento. Lo acusé, y su intención no fue mala. De igual forma, por su culpa estoy como estoy, en primer lugar.

—Te lo agradezco —murmuro, y lo miro a los ojos nuevamente, con el ceño fruncido—. ¡Pero eso no quita el hecho de que siga enfadado contigo! —bramo.

—¡Ya entendí! —alza ambas manos—. Por cierto, ¿qué hacías en aquel bar anoche? ¿No debías haber estado con tu familia o algo así? Y ¿qué te pasó en la cara? ¿Te peleaste con alguien?

La ira me invade, pero trato de mantenerme a raya.

—¿Es en serio? —gruño—. ¡Mi matrimonio se fue a la mierda! ¡Ya ni siquiera vivo en mi casa! ¡Incluso mi hijo me odia! ¡Todo es tu culpa! —lo señalo de manera acusatoria. Él retrocede un poco ante mi actitud errática.

—¿Acaso fuiste tan idiota como para decirle a tu esposo lo que pasó? —ríe sin una pizca de gracia.

Aprieto los puños, y me volteo para patear un mueble. Estoy realmente molesto. Este chico me saca de mis casillas.

—Me voy —anuncio, revisando mis bolsillos. Está todo, menos mi billetera—. ¿Dónde está mi billetera? —le pregunto.

—Oh, sí, anoche la revisé buscando alguna dirección o algo, y también tuve que pagar el taxi, ¿lo olvidas? —dice. Volteo, y lo veo desplazarse hasta el buró junto a la cama, y sacarla de una de las gavetas. Después me la extiende. Se la arrebato, y la reviso, para ver que no le falte nada más que lo del taxi—. Qué desconfiado —masculla—. Por cierto, esa fotografía que tienes ahí... ¿Es tu esposo?

La desdichada vida de Desmond GrimmDonde viven las historias. Descúbrelo ahora