Capítulo 7. Amigos.

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La tarde está llegando a su fin y a través de las hojas de los inmensos árboles del jardín se cuelan los últimos rayos de sol. Lydia y Warren decidieron que ese día lo iban a pasar al aire libre, y eso hicieron; ambos salieron de la escuela a media tarde para caminar durante un largo rato a través del inmenso jardín que parece no acabar nunca; finalmente, y tras llevar al menos más de una hora explorando el lugar, los dos decidieron sentarse junto a uno de los árboles para descansar y observar a su alrededor con más calma.
Ahora mismo se encuentran uno junto al otro, con sus espaldas apoyadas en el tronco de un gran árbol mientras pierden sus miradas entre el resto de la vegetación, absortos en ella y en la paz que transmite. El único sonido que se puede distinguir en ese silencio es el cantar de un pájaro que vuela entre una rama y otra sin parar de silbar sus canciones improvisadas; la imagen del pequeño animal hace que ambos recuerden momentos de sus vidas muy diferentes, para al final acabar sintiendo la misma sensación de añoranza.

  - Moverse así es de lo más liberador- comenta Lydia con una sonrisa nostálgica, mientras aún mantiene su vista puesta sobre el pájaro.
  - Ni te lo imaginas- confirma Warren también observando al animal fijamente y sonriendo de igual forma.

En realidad, la chica si se lo puede imaginar bastante bien, pero él eso no lo sabe; esa parte de su pasado solo la conoce Charles y los que estuvieron en esa conversación el día que la trajeron a la mansión, pero ella no ha mencionado eso en ningún otro momento; ni estando allí, ni durante los diez años que lleva sin tener alas. Pero por un momento, Lydia muerde su labio inferior con duda sobre si contárselo al chico o no.
Warren y ella han hablado de todo lo posible durante ese tiempo juntos, y han llegado a saber bastante sobre cada uno, aunque solamente fijándose en las cosas más superficiales: manías, gustos, lo que odian, opiniones sobre cientos de cosas... pero, en realidad, nunca han llegado a sincerarse el uno con el otro sobre sus vidas antes de llegar allí, sobre sus miedos y preocupaciones más profundas u otras cosas más significativas.
A lo mejor, esa debe ser la primera vez. Y a lo mejor gracias a eso, puedan llegar a comprenderse un poco mejor.

  - ¿Sabes? Yo también tuve alas- nada más decir esto, Warren gira su cabeza para mirar a la chica con ojos extrañados pero sorprendidos, y ella también le mira para acabar asintiendo con la cabeza-. Si, hace muchos años yo también las tenía.
  - ¿Qué pasó?- pregunta el chico con mucha curiosidad.
  - Para explicártelo tendría que contarte una historia muy larga...- advierte la chica para ver si verdaderamente él está dispuesto a escuchar sobre su vida, y el próximo gesto del chico le indica que así es.

Ahora Warren pasa de estar con su espalda apoyada en el tronco a girarse por completo para quedar con su cuerpo mirando a Lydia, mientras que se inclina ligeramente hacia ella para poder prestarle toda su atención.

  - Tenemos hasta que anochezca- termina por decir él encogiéndose de hombros e invitándola a comenzar.

Antes de hacerlo, ella toma aire y ordena en cuestión de segundos todo lo que tiene que contar; porque en realidad, es la primera vez que se lo va a contar a alguien en toda su vida.

- No nací con ellas, pero a los pocos días aparecieron; así, como si nada, una mañana de repente tenía alas. Y en realidad nadie sabía de donde venían. Mi padre era un humano normal, pero mi madre era una ninfa. Puede que las alas me vinieran por su parte... no lo sé.
- Creía que las ninfas no tenían alas- comenta Warren.
- Así es, no las tienen. Supongo que es una de las cosas que me hacen mutante: tenía algo que no tienen ni los humanos ni las ninfas- tras esta pequeña aclaración, Lydia se dispone a continuar-. El caso es que ahí estaban. Y eran preciosas, me encantaban- según cuenta esto, la chica sonríe para si misma con añoranza, y su acompañante no puede evitar sonreír junto a ella-. Seguro que eran mucho más finas y débiles que las tuyas, porque las mías no tenían plumas, eran casi transparentes; aún así, tenían un tono verde azulado que brillaba un poco cuando aleteaba. Me lo pasaba genial correteando por mi casa mientras volaba a trompicones- ahora el chico ríe levemente al imaginar esa escena y ella acaba imitándole-. Tampoco podía volar mucho tiempo con ellas antes de perder la fuerza y caer, porque un niño no puede compensar el peso de su cuerpo con la poca fuerza que pueda ponerle a sus alas al moverlas. Supongo que a ti también te pasaría- el chico asiente con su cabeza-. Pero la diferencia es que a mi no me dio tiempo a aprender a manejarlas. Mi madre enfermó cuando yo tenía apenas nueve años, y todos los médicos siempre parecían tener medicinas para curar lo que fuera que tenía, pero nada hacía efecto en ella; cuando veían que algo fallaba, pensaban que era porque su enfermedad era otra y entonces cambiaban la medicación por completo, y así sucesivamente. Nunca llegué a saber si fue por tanta medicación o por la enfermedad en si que no lograron controlar, pero el caso es que murió. Fue algo muy duro para mi, quería a mi madre como a nadie y tenía solo nueve años... pero sin duda, mi padre acabó hundido. Yo notaba que no era el mismo, que su vida se iba a pique poco a poco. Bebía demasiado, pasaba muchas horas durmiendo, no sonreía nunca, hablaba lo justo... él amaba a mi madre, se veía cada vez que hablaba con ella o la miraba, y cuando ella ya no estaba toda esa cantidad de amor se convirtió en tristeza- Warren no ha dejado de prestar atención en ningún momento, y mantiene sus ojos sobre los de ella con interés para que siga hablando-. Yo tenía la esperanza de que se le pasaría, que volvería a tomar las riendas de su vida y que todo sería como antes, que volvería a tenerle a mi lado. Pero un día, así porque si, me dijo que no podía seguir teniendo alas. Solamente argumentó que la gente iba a señalarme con el dedo y que mi vida sería muy difícil con ellas. La idea me horrorizaba, y al principio pensé en negarme; pero al final acepté. Acepté porque no quería que mi padre se sintiera ofendido o abandonado también por su hija, y porque según como él me lo explicó le vi sentido a sus argumentos. Y al final, así lo hice, me las quitaron. Un día ya no tenía alas, y la primera vez que me giré y vi que ya no tenía nada en mi espalda, empecé a llorar y creo que no paré en una semana entera- la chica ríe levemente tras ese último comentario, pero deja ver entre medias una sonrisa amarga-. Lloraba por todo: por las alas, por mi madre, por mi padre, por mi vida tal y como era... Pero claro, lo que yo no me imaginaba era que enseguida vendría lo peor.

Wingless || Ben HardyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora