Prologo

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El 6 de diciembre debe haber sido el único día realmente feliz de mi vida.

Ese fue el día en el que nació un pequeño pelirrojo de ojos grises, bañado en pecas.

Le puse Daniel, porque ese era el nombre de mi padre. Fabián, mi novio, quería ponerle Fabián como él pero yo nunca iba a dejar que mi hijo llevara su nombre, bastante culpa me daba que cargara con su apellido.

Logré ponerle el nombre que quería ya que Fabián ni siquiera asistió al parto. Mi novio creía que era mi culpa que quedara embarazada, cuando era él quien había insistido en no usar preservativos.

El único motivo por el cuál no se había ido, era porque yo era su único sustento. Vivíamos en la casa de mis padres y trabajaba por las mañanas, por las tardes y por las noches para poder subsistir mientras él se quedaba en la casa drogandose.

Sé que me juzgarán y lo entiendo pero, cuando vives en una de las peores villas de Buenos Aires, comienzas a entender que cualquier otra opción no iba a ser mejor.

Pero ahora no estaba sola. Tenía a Daniel y era la luz de mi vida.

Era muy inteligente aunque algo cascarrabias. Todo lo que aprendió, lo aprendió a su propio ritmo, si le interesaba lo aprendía con una rapidez increíble y si no...bueno, a los dos años y medio logré que empezara a caminar.

Mientras trabajaba lo dejaba en casa de Teresa, mi vecina. Ella tenía una hija de su edad, Vanesa, y era el único momento del día en el que Daniel dejaba de ser un malhumorado y pasaba a ser el niño más sonriente del mundo. Eran almas gemelas, esos dos y cualquiera que los veía opinaba lo mismo. Quizás fue por eso que mi vecina no me cobraba por cuidarlo, su amistad era algo tan conmovedor que cobrarme para permitirme que estén juntos parecía algo casi cruel.

Como agradecimiento, los invitaba cada noche a cenar y mantuvimos esa tradición a lo largo de los años.

Dos años más tarde, nació la hermana de Vanesa: Lucía. A diferencia de Vanesa, a ella no la veíamos tanto, al parecer tenía una enfermedad rara y la gente no debía acercarse mucho a ella.

Fue cuando Daniel cumplió los tres años; la primera vez que su anomalía se manifestó: un juguete de Vanesa se había caído bajo el sillón y él, como si no pesara más que una pluma, levantó el mueble entero con una sola mano y se lo alcanzó.

Me debo haber desmayado, porque desperté al rato, Daniel lloraba encima mío, Vanesa lloraba a su lado y Teresa me abanicaba intensamente con un papel.

-¿Qué pasó?- pregunté. Fabián apareció de la nada. Olía a porro, como siempre, pero algo había cambiado: Lucía interesado por Daniel.

- ¿Qué tramas?- le pregunté tomando a nuestro hijo en brazos y sentándolo en mi regazo. Daniel enroscó sus deditos en mi pelo y escondió su cabeza en mi cuello.

-Este pibe- dijo Fabián- lo que puede hacer...¡Puede hacernos millonarios!

-No voy a dejar que toques un pelo suyo- lo amenacé. Fabián alzó una ceja, sabía lo que se venía- Teresa, Pablo, ¿Nos vemos mañana?- les pregunté. Ellos me miraron con tristeza pero no dijeron nada. Pablo tomó a su hija en brazos y ambos salieron de la casa.

En cuanto la puerta se cerró, Fabián se abalanzó sobre mí. Me tomó del cabello y tiró de él para hacerme parar. Grité con todas mis fuerzas pero fue solo un segundo, un puñetazo en la mejilla me silenció.

-No vuelvas a hablarme así adelante de otras personas- me gritó Fabián.

Cerré los ojos a la espera de otro golpe que nunca cerró. De pronto un grito, ¿Fabián?

Abrí los ojos y vi a mi esposo tirado en el suelo, inconsciente. Me volteé hacia Daniel: había tomado su auto de juguete y se lo había revoleado por la cabeza con tanta fuerza que lo había dejado inconsciente.

Lo alcé y lo llevé a su habitación, que era en realidad también el lavadero/deposito/cocina y lo dejé en la cama que había hecho improvisadamente con sábanas viejas.

-No tienes que hacer eso- le dije acariciándole el cabello anaranjado. Era algo increíblemente raro, allí en la villa, que nazca un chico de sus rasgos pero esos, increíblemente, eran los rasgos de su padre. Fueron los que me cautivaron al principio, parecía fuera de lugar en contraste a la gente morena que nos rodeaba. Fabián había sido hijo de una familia de clase media pero luego de cumplir los veinte y no haber pasado de primer año del secundario, sus padres lo echaron de la casa. Ahí es cuando cayó en las drogas y cuando yo lo encontré.

Yo tenía dieciocho, era joven y mis padres acababan de morir. Estaba sola y asustada, él estaba solo y asustado. Creía que eso nos unía, no estaba equivocada pero si era lo único que teníamos en común.

Nuestra relación era fruto de la desesperación y la soledad y cuando Daniel nació me prometí que no dejaría que él sufra lo mismo. Haría su vida lo más feliz que pudiera.

Desde ese día Fabián no volvió a mencionar el tema y tampoco volvió a acercarse a Daniel, pero yo no podía bajar la guardia porque sabía que él solo estaba esperando el momento perfecto.

El momento en el que pudiera arruinarnos la vida.

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