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—¡Hijo de puta! —Graham dio un puntapié al neumático pinchado de su bicicleta—. ¡Mierda, coño, joder!
Se deleitaba soltando todas las palabrotas que oía a los obreros en la construcción. A veces incluso a Dillon, cuando éste no sabía que él estaba por allí, escuchándole. Si su madre le hubiera pillado diciendo algo parecido, le habría castigado por una semana como mínimo. Pero ahora no había nadie que lo pudiese oír, así que dejó ir otra sarta de palabrotas.
Había conseguido finalmente la autorización de su madre para ir en bicicleta hasta la construcción y volver, si la llamaba antes de marcharse y no hacía ninguna parada no prevista a lo largo del camino. Sólo había hecho el viaje unas pocas veces, cuando de pronto llegó una racha de mal tiempo. Había llovido durante una semana. Cuando el tiempo mejoró cayó enfermo con un virus estomacal que le provocó vómitos, obligándole a guardar cama un día entero. Los días siguientes a su enfermedad, su madre le había restringido cualquier tipo de esfuerzo físico.
—Si esto es una gripe de verano, podrías tener una recaída.
—Pero, mamá, ahora me encuentro perfectamente.
No había podido convencerla. Así que éste era el primer día, en al menos dos semanas, que había tenido permiso para visitar el lugar de la construcción, y ahora se le había pinchado la rueda.
Graham bajó la vista tristemente. Si continuaba yendo con la rueda pinchada la estropearía. Debería arrastrar la bicicleta de vuelta a casa, pero ello significaría no poder visitar hoy el lugar de la construcción. Si arrastraba la bicicleta hasta allí, no podría llegar a la hora, y su madre se enfadaría.
Lo mirase por donde lo mirase, la cosa estaba jodida.
Le adelantó un coche veloz, levantando una nube de polvo. A pesar de las lluvias recientes, los días siguientes habían sido tan cálidos que el suelo estaba otra vez seco. Graham agitó la mano para que no le fuera el polvo a la cara y entonces disparó al conductor con el dedo.
Inmediatamente se encendieron las luces de freno del coche.
—¡Maldita sea! —exclamó Graham lleno de miedo.
Para mayor mortificación, el coche empezó a retroceder.
—¡Oh, mierda!
Se pasó la lengua por los labios secos y se limpió las manos en los shorts.
El atractivo El Dorado de color rojo manzana rodó hasta pararse a su altura. La ventana ahumada del pasajero se bajó electrónicamente.
—Hola, chico.
Graham tragó saliva nerviosamente.
—Hola.
—A menos de que esté equivocado, me has disparado.
Las rodillas de Graham empezaron a temblar. Estaba realmente acojonado.
—Sí, señor.
—¿Y cómo es eso?
—Yo..., bueno..., de poco me ahogo con el polvo que usted ha levantado. —Entonces, confiando en no parecer un idiota total, añadió—: Yo creo que iba muy rápido.
El conductor se echó a reír.
—Yo siempre tengo prisa, chico. He de ir a sitios y ver a gente.
Él asintió al lado de la bicicleta.
—Me parece que tienes un problema.
—He pinchado una rueda.
—¿Hacia dónde ibas?
—Hacia el edificio de la fábrica textil.
—Hmmm.
El conductor se bajó las gafas de sol y miró por encima de ellas.
—Está en la dirección opuesta a la que yo voy, pero creo que te podré acercar hasta allí.
—No, gracias..., yo iré...
—Tu bicicleta cabrá en el maletero.
—Gracias de todas maneras, señor, pero creo que no debo...
—Eres el chico de Jade, ¿no?
Graham se quedó por un momento parado.
—Si, señor, ¿cómo lo sabe?
—¿Cómo te llamas?
—Graham.
—Ah, sí, Graham. Bueno, Graham, yo y tu mamá nos conocemos desde la escuela primaria. A lo mejor ella me ha mencionado. ¿Neal Patchett?
El nombre le era vagamente familiar. Graham estaba seguro de que su madre había hablado de alguien llamado Patchett.
—¿Conoce ella también a su padre?
—Es cierto —le contestó Neal con una amplia sonrisa—. Se llama Iván. ¿Sabías que un tren de mercancías le cortó las piernas limpiamente como un silbido?
Como la mayoría de chicos de su edad, Graham estaba fascinado por la sangre.
—¿Está bromeando?
—Es cierto. Justo por encima de las rodillas. Fue una auténtica desgracia.
Presionó un botón de la guantera y se abrió el maletero.
—Pon la bicicleta dentro y sube. Estaré encantado de poder acompañarte.
A Graham le habían prohibido que se dejase acompañar por extraños, pero él sabía quién era ese hombre, y su madre también le conocía. Si no iba con él, se quedaría en la carretera sin saber qué hacer. Consideradas todas las posibilidades, ésta era la mejor opción.
Arrastró la bicicleta a la parte trasera del coche y la metió en el maletero. Tuvo que reordenar una caña de pescar y dos pistolas, que estaban sueltas en el maletero, pero fue finalmente capaz de encajarla y cerrar el maletero.
La lujosa tapicería de cuero del coche le hizo tomar consciencia de sus polvorientos zapatos deportivos. Sus piernas sudadas y desnudas se pegaban en el asiento. Después de haber estado afuera bajo el sol ardiente, se sentía bien.
—¿Todo dispuesto?
—Sí, señor.
—Deja este «señor» de mierda, ¿vale? Llámame Neal.
—Gracias.
Neal le preguntó si le gustaba Palmetto. Graham contestó a todas sus preguntas educadamente. Habían rodado por lo menos un par de kilómetros cuando Graham dijo con inquietud:
—Señor Patchett, tenemos que dar la vuelta. La construcción está hacia el otro lado.
—Eso ya lo sé. Pero he pensado que podríamos arreglar tu rueda pinchada. Conozco a un mecánico que me lo podría hacer gratis. Y mientras esperamos, podremos beber algo frío. ¿No te parece una buena idea?
—Supongo que sí.
Beber le parecía muy bien. Estaba sediento. Llegaría unos minutos más tarde a la oficina de su madre pero se consolaba pensando que ir a arreglar la rueda pinchada no le llevaría mucho más tiempo que ir a casa arrastrando la bicicleta por el camino. Tan pronto como dejasen el garaje, le diría al señor Patchett que le acompañase. El rápido Cadillac los llevaría a la construcción en un momento, muchísimo más rápido que pedaleando.
—Llamaré a mi madre desde el garaje y le diré que llegaré tarde —dijo con una repentina inspiración.
—Hazlo si lo crees necesario.
Neal le dirigió una mirada.
—¿Va todavía al terreno de los Parker, de tanto en tanto?
—¿Dónde?
—A la granja de los Parker.
—No lo sé.
—La he visto allí, y pensé que ella te lo habría mencionado.
—Sé que está comprando propiedades para su empresa —le dijo Graham tratando de ser de utilidad.
—Tu madre consigue realmente lo que se propone, ¿verdad?
Tomándolo como un cumplido, Graham contestó con una sonrisa feliz.
—Sí, es cierto.
Cuando llegaron al garaje, un hombre completamente lleno de grasa fue tranquilamente a saludarlos. Sonrió al señor Patchett, enseñando tres dientes manchados. Mientras arreglaba la rueda, les invitó a esperar dentro de su oficina, donde se estaba más fresco.
Graham siguió a Neal al interior de la desordenada oficina. Se estaba sólo parcialmente más fresco que afuera y apestaba a colillas de un maloliente cenicero, a grasa y a aceite de motor. Graham lo habría encontrado desagradable si no se hubiera quedado estupefacto por la ardiente chica desnuda que colgaba de un calendario de pared. No se había dado cuenta de que los pezones pudieran ser tan grandes y rojos o el vello púbico tan fresco y negro.
—Ahí hay un teléfono, si quieres llamar a tu madre.
Graham no estaba haciendo nada malo, pero se sentía demasiado inquieto para hablar con su madre justo ahora. Además, no quería que Neal Patchett, que era un tipo muy enrollado, pensase que él era un gallina.
—¡Uau, qué buena está!
Neal se besó los dedos y acarició a la chica del calendario.
—Ella es algo, ¿sabes? Cuando tenía tu edad, solía venir aquí y hojear los calendarios. Más tarde compraba mis condones aquí. Es más rápido que en el drugstore. Ya sabes. Hay una máquina en el lavabo, por si alguna vez estás en un apuro.
Sin decir nada, Graham apartó sus ojos del calendario para mirar a Neal.
—Sabes lo que son los condones, ¿verdad chico?
Graham asintió estúpidamente. Entonces se aclaró la garganta y dijo:
—Claro que sé lo que son los condones.
—Ya me imaginaba que lo sabías. ¿Qué edad tienes ahora?
Era adulador que el señor Patchett le hablase de hombre a hombre.
—Cumpliré quince en mi próximo cumpleaños —respondió orgulloso.
—¿Y cuándo será eso?
—El 27 de noviembre.
Neal le miró un instante y estalló en una gran sonrisa.
—Cerca del Día de Acción de Gracias.
—Coincide con el Día de Acción de Gracias cada siete años.
—¡Imagínate! Bueno, ¿qué es lo que quieres para beber?
Abrió la máquina de bebidas frías, que Graham no había visto hasta entonces. Era un cajón del aire acondicionado. Las botellas estaban ordenadas en hileras por una reja de metal.
Neal golpeó el cajón de la caja registradora y éste se abrió. Sacó un puñado de monedas. Graham vio el dinero y nerviosamente miró hacia la ventana.
—¿No le importará?
—Debe a mi padre demasiados favores para que le importe. No te preocupes por esto. ¿Qué es lo que quieres beber?
Graham buscó algo familiar a lo largo de las hileras de botellas.
—¿Tienes Dr. Pepper?
—¿Dr. Pepper? Me parece que no. Grapere, Nehy de naranja, el Gran Rojo y Chocolate Soldier.
—¿Chocolate Soldier? ¿Qué es eso?
—¿Me estás diciendo que has alcanzado la madura edad de catorce años sin haber bebido Chocolate Soldier?
El tono de Neal le hizo sentirse torpe y ponerse a la defensiva.
—En Nueva York bebemos crema de huevo. Se compra a vendedores ambulantes.
Neal introdujo medio dólar en la ranura de las monedas.
—¿Crema de huevo? Eso me suena a mí a bebida de yanquis.
El Chocolate Soldier estaba delicioso. El señor Patchett se ofreció a conseguirle otro, pero él rehusó. Estaba preocupado por la hora.
—¿Cuánto tiempo más debemos esperar hasta que arreglen el pinchazo?
—Me parece que casi ha terminado.
Neal abrió la puerta y se fueron hacia el lugar de trabajo.
Graham se sentía aliviado de saber que pronto volverían a estar en camino.
—Ya debería de estar allí. Si llego tarde, mi madre se enfadará.
—Bueno, ya sabes cómo son las mujeres. De un grano de arena hacen una montaña.
Amistosamente palmeó a Graham en el hombro.


—Deja de soltarme las mismas cansinas excusas que das a todos tus clientes. —Jade sonrió al micrófono del teléfono—. ¿Cuándo tendrás algo para enseñarme?
—No deberías presionar a un artista —dijo Hank Arnett—. La presión ahoga la creatividad.
—¿Cuándo? No quiero llevar la propuesta a nuestro amigo George hasta que pueda presentarle tus dibujos.
Jade continuaba con sus planes para comprar la casa de la plantación para GSS. Había invertido horas en conferencias telefónicas con Hank. A él le había gustado la idea desde el principio, pero dijo que no se podía comprometer hasta que viera las fotografías de lo que tendría que trabajar. Jade había conseguido que el agente inmobiliario le dejara entrar en la casa. Las fotos que había hecho con la Polaroid las tenía ahora Hank. Esperaba que pudiera barajar algunas ideas. Estaba impaciente por verlas.
—Modestamente, unas pocas acuarelas mías serán argumentos persuasivos complementarios —dijo él—. Ya sabes que George está loco por mi obra.
—Déjate de historias y hazlas.
—Dame dos semanas más.
—Diez días.
—Eres más dura que Deidre —se quejó.
—Tu mujer es un ángel. Por cierto, ¿cómo están mis ahijadas gemelas?
Dillon entró en la oficina en el preciso momento en que ella estaba colgando el teléfono.
—Pareces contenta.
—Estaba hablando con Hank.
—¿Siempre te hace sonreír así? —le preguntó él amargamente.
—Algunas veces.
Él carraspeó sarcásticamente. Estaba de un humor de perros desde que habían empezado las lluvias torrenciales, que habían convertido el lugar de la construcción en un peligroso cenagal. Dillon se había dado finalmente por vencido y había hecho parar las excavaciones hasta que mejorara el tiempo y se secara la tierra.
El retraso había creado un comprensible fallo técnico en su programa. Era el único que no aceptaba la situación y estaba llevando a todo el mundo al límite para recuperar el tiempo perdido. Sonreía incluso con menos frecuencia que antes. Hoy estaba especialmente malhumorado.
Había una pronunciada mancha de sudor en la parte de delante de su mono de trabajo. Las botas y los téjanos estaban llenos de polvo. Había dejado fuera su sólido sombrero, pero no sus gafas de sol, que hacía girar por la patilla. Más que un gesto relajado y ocioso parecía una frustración reprimida. Sus labios estaban firmemente cerrados debajo de su bigote.
No la había tocado desde aquel día en la casa abandonada de la plantación. Sus conversaciones versaban estrictamente sobre el trabajo. De todas formas, lo que le dijo antes de que se separaran aún estaba muy presente en la mente de Jade. Si ella dudaba de la resolución tomada detrás de su «en absoluto», todo lo que tenía que hacer ella era mirarle ahora a los ojos.
—¿Querías verme para algo en particular, Dillon?
—Sí, cenar.
—¿Cómo?
—Cenar. Vayamos a cenar.
—Estupendo. Llamaré a Cathy. Estoy segura de que no le importará añadir un plato más.
—Eso no es de lo que estoy hablando. —Se acercó a su mesa—. Vayamos a cenar juntos. Tú y yo solos.
—¿Quieres decir como una cita?
—Exacto, como una cita.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
Sus ojos contactaron en un chispazo.
Jade alzó su mano hasta su garganta y jugó con el broche que allí se había enganchado. Él apoyó sus puños, con los nudillos hacia abajo, en el borde de la mesa y se inclinó sobre ella.
—¿Qué pasa? —dijo él malhumorado—. ¿Hay algo malo en salir a cenar juntos o es que no te gusta cuando es el hombre el que paga?
Ella respondió con un ligero escalofrío en la voz:
—Hablaré con Cathy y veré qué noche será la mejor para que se quede con Graham. —De pronto se levantó de su asiento—. Dillon, ¿está Graham aquí?
—No lo creo.
—¿Es que no lo has visto?
—No lo he visto hoy. De hecho no lo he visto desde que se puso enfermo. ¿Lo estabas esperando?
Rodeó su mesa y salió disparada hacia la puerta del remolque. Loner estaba adormilado en el sombreado escalón. Levantó la cabeza y la miró con indiferencia. Si Graham estuviera por allí, Loner le estaría siguiendo los talones, por mucho calor que hiciera, y no durmiendo a la sombra. Dio una vuelta por los alrededores pero no encontró rastro de Graham ni de su bicicleta.
—¿Qué hora es?
Estaba rodeada de relojes y llevaba uno de pulsera; su pregunta era reflexiva.
—Cerca de las cinco, ¿por qué?
Pasó por el lado de Dillon y cogió el teléfono de su mesa.
—Hace casi una hora que me llamó Graham —dijo ella mientras marcaba el número de teléfono de su casa—. Debería de estar ya aquí.
—Quizá no salió inmediatamente después de su llamada.
Jade sacudió su cabeza.
—Él siempre procura llegar antes de que terminen los trabajadores... Hola Cathy. ¿Está Graham ahí?
Sus dedos se tensaron alrededor del cable del teléfono al oír la respuesta.
—Sí, sé que ha llamado pero todavía no ha llegado.
—¿Qué es lo que ha dicho? —le preguntó Dillon cuando Jade colgó el teléfono.
—Exactamente lo que me temía que me dijera, que salió de casa tan pronto como me llamó. Cathy estaba justo delante suyo. Le dijo adiós mientras se marchaba. Va a ver si lo encuentra en el camino hacia aquí.
—Quizá lo entretuvo algún amigo.
—Él es consciente. Sabe que lo estoy esperando. Debería de estar aquí..., a no ser que le haya pasado algo.
Dillon la cogió por los hombros cuando ella se dirigió precipitadamente de nuevo hacia la puerta.
—Jade, tiene catorce años. A esa edad los chicos se entretienen fácilmente y pierden la noción del tiempo. Graham sabe cuidar de sí mismo. No tengas miedo.
—Él sabe perfectamente que no le volveré a dejar venir en bicicleta si pierde el tiempo por ahí y llega tarde. Algo le ha pasado.
Zafó los hombros de sus manos y salió de la casa móvil. No tenía ningún plan concreto en mente. Estaba propulsada por la adrenalina para actuar, para moverse, para localizar inmediatamente a Graham.
—¿Adonde vas?
—A buscarle.
Se subió al Cherokee.
—No puedes salir a buscarle sin un plan concreto —dijo él—. Si aparece, ¿cómo sabrá dónde encontrarte?
—Primero, preocupémonos de encontrarlo.
Mientras cerraba la puerta, distinguió El Dorado girando hacia ellos desde la carretera. Lo reconoció al instante y saltó de su coche.
Antes de que Neal pudiera llegar a detenerse, Jade ya había agarrado la manecilla de la puerta del pasajero y la estaba abriendo.
—¡Graham!
Las piernas casi no la sostenían de emoción. Lo sacó del asiento de cuero y lo rodeó con sus brazos. Loner corría en círculos alrededor de ellos, ladrando con júbilo, hasta que Dillon le ordenó que se sentara.
—Mamá, me estás asfixiando —murmuró Graham con cierta vergüenza de adolescente.
Lo cogió por los hombros y lo apartó a cierta distancia.
—¿Dónde has estado?
—Se me pinchó la rueda por el camino. El señor Patchett me recogió y me llevó al garaje para que me la arreglaran. Después hemos venido aquí directamente.
Ella dirigió una mirada asesina a Neal, que sonreía apoyado en el techo de su coche.
—Me tenías que haber llamado desde el garaje, Graham.
—No pensé en ello —murmuró él.
—¿Dónde tienes la bicicleta? —le preguntó Dillon.
—Está en mi maletero.
Neal se dirigió a la parte trasera del coche y utilizó la llave para abrir el maletero. Loner le estaba oliendo con recelo.
Dillon sacó la bicicleta y le dio un tenso «gracias».
—No le des las gracias —Jade le escupió rencorosa, casi demasiado enfadada para poder hablar.
—Mamá, él me ha acompañado.
Jade sentía deseos de zarandear a Graham por haber recurrido a la ayuda de Neal. Para contenerse, sujetó fuertemente los brazos al lado de su cuerpo y clavó sus uñas en las palmas de su mano hasta que sintió dolor.
—Sabes muy bien que no puedes aceptar que te lleve un extraño, Graham.
—Pero él no es un extraño. Tú lo conoces y él te conoce a ti. Pensé que no habría ningún problema.
—Pues pensaste mal.
—Jade.
—Cállate, Dillon. Éste es mi problema. Yo lo puedo resolver.
—Bueno, pues lo estás haciendo muy mal.
La llegada de Cathy en coche impidió que siguiera la discusión. Se apeó rápidamente.
—Graham Sperry, nos tenías a tu madre y a mí muy preocupadas; casi nos volvemos locas. ¿Dónde has estado?
—Ya te lo contará de camino a casa —dijo Jade.
—¿A casa? —se quejó Graham—. ¿Me tengo que ir a casa?
Jade le dirigió una dura mirada, dando por terminada la discusión. Ni siquiera Cathy se atrevió a preguntar más. Colocó su brazo alrededor de los hombros de Graham y se lo llevó al coche.
En cuanto se hubieron marchado, Jade se enfrentó a Neal.
—Debería hacer que te arrestaran.
—Ya me amenazaste una vez, pero te rajaste, ¿no te acuerdas? ¿Cuando vas a aprender, Jade, que si la emprendes conmigo, no me puedes ganar?
—Apártate de mi hijo. Si le haces daño te mataré.
—¿Hacerle daño? —respondió suavemente Neal—. ¿Cómo podría hacerle daño a alguien de mi propia sangre?
—¿De qué estás hablando? —preguntó Dillon, dando un paso amenazante hacia Neal. Al darse cuenta de su cambio de humor, Loner empezó a gruñir.
Neal no estaba intimidado por ninguno de los dos.
—Yo soy el padre del chico. ¿No te lo ha dicho Jade?
—¡Eso no es verdad! —gritó ella.
—¿Llamo al sheriff o me encargo yo? —preguntó Dillon.
—Bueno, Jade —se mofó Neal—. ¿Qué quieres que él haga? ¿Quieres que se quede por ahí y que oiga todos los sórdidos detalles de nuestro largo romance de hace tiempo? Si él es el que te arrebata tu humedad, estoy seguro de que estará interesado.
—Hijo de puta. —Dillon se dispuso a atizarle un puñetazo, pero Jade se interpuso entre los dos.
—No, Dillon, esto es lo que quiere que hagas. Lo he visto antes. Déjame a solas con él.
—A la mierda —gruñó Dillon, intentando todavía poner sus manos sobre Neal.
—Por favor, no discutas conmigo.
Sus ojos vagaron por la cara de ella, sin comprender lo que estaba ocurriendo. Entonces se dio la vuelta, entró iracundo en su oficina y cerró de un portazo la puerta detrás de él.
—Llama a este estúpido animal —dijo Neal.
Loner todavía seguía ladrando alrededor de él. Jade lo calmó.
—Dime lo que tengas que decirme.
Él le alcanzó la mejilla antes de que ella le pudiese golpear la mano. Cuando lo hizo, esgrimió una mueca.
—No tengas miedo, que no haré daño a este chico tuyo. Tienes miedo de que yo lo reclame... o de que él me reclame.
Neal era estéril. El pensamiento de los Patchett era dinástico. En ese preciso y terrorífico momento, Jade se dio cuenta de lo importante que era la existencia de Graham para ellos. Ellos procurarían que él se hiciese uno de ellos. Ocultando su miedo, Jade dijo:
—No hay ni la más remota posibilidad de que eso suceda.
—¿No? Yo le gusto, Jade, pregúntaselo.
—No dudo de que tú le hayas atraído. Los chicos de su edad pueden ser fácilmente atraídos por su debilidad.
Él soltó una breve risa y pregunto:
—¿Por qué no nos lo haces más fácil a todos? Si sólo dices una palabra, yo haré lo correcto y te pediré en matrimonio, como debería de haber hecho quince años atrás. Nosotros podríamos ser una familia feliz, viviendo en la casa familiar; tres generaciones de hombres Patchett y la nueva señora de la casa.
—Apártate de mi hijo —le advirtió en tono amenazador—. Te lo aviso, Neal.
—Jade, tú sabes mejor que nadie que en Palmetto el único aviso que no vale una mierda es el que viene de un Patchett.
Se le acercó y le cogió la barbilla con la mano.
—Déjame darte uno: no luches conmigo. Voy a tener a mi hijo, con o sin ti. —Sonrió maliciosamente—. Pronto será un hecho consumado. —Parpadeó—. Tú me tuviste una vez, y no estuvo tan mal, ¿no?
Ella dio un tirón de cabeza para desprenderse de su mano y se apartó de él.
—Esto es todo por ahora —dijo sonriendo—. Llego tarde a una cita.
Después de enviarle un beso se metió en El Dorado y arrancó. Jade mantuvo su valiente postura hasta que desapareció de su vista. Entonces se derrumbó y se dejó caer contra la pared exterior de la oficina. Dillon salió por la puerta con expresión furiosa.
—Bueno, yo he sido un buen chico. He sido paciente. Pero ahora quiero saber de qué va toda esta mierda. Quiero saber qué coño está pasando y por qué. Tú no te vas a ir de aquí hasta que yo lo sepa.

El Sabor Del EscándaloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora