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El ambiente en la habitación del hospital era sepulcral. El doctor que estaba al pie de la cama no podía disimular por más tiempo su pesimismo. Miró primero al paciente, después a la mujer del paciente, y dijo:
—Lo siento. Hemos hecho todo lo que hemos podido.
Los dos permanecieron en silencio cuando desapareció el doctor. Finalmente, Hutch volvió la cabeza en la almohada y alcanzó la mano de Donna Dee.
—Bueno, eso es lo que hay.
—No. —Su cara pequeña y afilada se contrajo mientras luchaba por no llorar—. Ese nuevo medicamento contra el rechazo de órganos, quizá dé resultado.
—Ya has oído lo que ha dicho.
—He oído que es experimental y que no es muy optimista. He oído cada palabra. Eso no quiere decir que lo crea. Me niego a creérmelo.
—Siempre te empeñas en rechazar todo aquello que no quieres creer. —Hutch cerró sus ojos tristemente.
—¿Qué quieres decir con eso? —Estaba echado, sin decir nada. Ella le dio un tirón a la mano—. ¿Hutch?
Él abrió los ojos con un esfuerzo. Su voz era débil.
—Nunca quisiste creer lo que realmente le pasó a Jade.
—¿Jade?
—Tal como dice, nosotros la violamos, Donna Dee.
Ella trató de soltar su mano, pero él se la agarró con una tenacidad sorprendente para un hombre moribundo. Donna Dee estaba impaciente por cambiar de tema.
—No tiene sentido que ahora te preocupes por algo que pasó hace quince años, Hutch.
—He tenido una eternidad para preocuparme. Yo la violé. Y contribuí a que Gary Parker se suicidara.
—Hutch, este doctor con sus habladurías te ha deprimido. Estás diciendo locuras. ¡Cállate! No sigas por favor.
—¡Deja de mentirte a ti misma, Donna Dee! —jadeó él—. Soy culpable como el pecado. Todos lo somos.
—Jade provocó aquello, Hutch. Yo sé que lo hizo.
Él dejó ir un largo y sufrido suspiro.
—Tú esto lo sabes mejor que yo.
—Puede que ella no hiciese nada abiertamente, pero...
—Mi padre me dijo, al día siguiente de que esto ocurriera, que realmente lo sentiría después de que todo hubiera pasado. Desde luego estaba en lo cierto. —Hutch giró sus ojos hacia el techo—. Estoy contento de una cosa. Estoy contento de que no sea el riñon del chico de Jade el que ahora esté rechazando.
—¿Por qué dices esto? —preguntó ella resentida.
—Porque si él es mi hijo, y me gusta pensar que lo es, yo no habría querido que me diese nada. Jade tenía razón cuando se lo preguntaste y te dijo que no. Ninguno de nosotros puede reclamar a su hijo. Ninguno de nosotros es lo bastante bueno.
Donna Dee sintió una cuchillada de envidia y de celos que sólo el nombre de Jade podía evocar. Agarró la mano de su marido.
—¿Por qué lo hiciste, Hutch? ¿Te invitó Neal a hacerlo? ¿Fue sólo una de esas locas situaciones que se escapan de las manos?
—Sí, Donna Dee —dijo desapasionadamente entre dientes—. Fue una de esas locas situaciones que se nos escapó de las manos.
Ella le podría perdonar más fácilmente por violación que por desear a Jade.
—¿No había otra razón por la que tú..., tú la tuviste?
Hutch dudó un momento y contestó suavemente:
—No, no había otra razón.
Pero Donna Dee no creyó en sus palabras ni en su forzada sonrisa.


Un rayo de sol le dio en la cara. La luz no se filtraba a través de la ventana del dormitorio de su remolque, y por un momento no estuvo seguro de dónde estaba ni de por qué se sentía tan extraordinariamente bien.
Abrió un ojo, vio la ligera mosquitera, y de repente recordó por qué hoy se sentía como el Príncipe del Mundo. Había liberado a Jade de sus demonios.
Con una sonrisa de felicidad y una barba incipiente que le había crecido durante la noche, rodó hacia el otro lado, deseando abrazar su dulce cuerpo contra el suyo, para otro combate de exorcismo.
El otro lado de la cama estaba vacío.
Alarmado, tiró de las sábanas y apartó la mosquitera. La llamó por su nombre, pero el eco vibró en las paredes de la vacía casa.
Tropezó hasta la ventana. No había visillos ni cortinas, sólo el cristal. Examinó el jardincillo mientras la ansiedad le hacía sentir su pecho tirante.
Soltó un profundo suspiro de alivio al descubrirla. Se inclinó en el marco de la ventana para disfrutar de la vista. Estaba vestida, pero llevaba los pies descalzos. La luz del día le daba reflejos tornasolados en su cabello despeinado. Ahuecó las manos alrededor de su boca y la llamó. Ella miró hacia arriba, hacia la segunda ventana.
—Buenos días.
Su brillante sonrisa rivalizó con el nuevo sol. Se había llenado el regazo de la falda de melocotones.
—Melocotones frescos del árbol para desayunar. Acabo de comerme uno. Están deliciosos.
«No tan deliciosos como tú», se dijo Dillon.
Experimentó una sensación física de deseo. Se apartó de la ventana, localizó sus tejanos al pie de la cama y se los puso rápidamente. No se entretuvo en subirse la cremallera de la bragueta antes de bajar corriendo hacia el vestíbulo. Brincó por encima de los escalones en mal estado se abalanzó hacia la puerta principal.
El jardincillo de la entrada estaba vacío.
—¡Maldita sea!
De repente se le ocurrió dónde la podría encontrar. Corrió decidido por el jardín y la encontró sentada en el columpio, debajo del roble lleno de vida. Cuando la alcanzó estaba sin aliento, más de excitación que del esfuerzo. Puso sus manos en las cuerdas que aguantaban el columpio y se inclinó hacia bajo para besarla por primera vez a la luz del día.
Los labios de ella estaban húmedos con jugo de melocotón y, aunque sus bocas sólo se rozaron, fue un beso intenso. Cuando apartó sus labios de los de ella, la miró con ojos soñolientos de deseo. Ella se había anudado los bordes de la camisa en la cintura, pero para su delicia no se había preocupado de abotonarla. Desde su posición privilegiada podía observar por entre la camisa sus pechos.
—Me gusta su aspecto, señora Sperry.
Transgrediendo las buenas maneras, Dillon deslizó su mano dentro de su camisa y descubrió sus pechos calentados por el sol. Ella siempre se presentaba al trabajo como una mujer de mundo, una ejecutiva de camino hacia la cumbre. Ni siquiera con vestidos informales perdía su aire profesional.
Con los pies desnudos, la cara sonriente y su cabellera despeinada, Jade estaba realmente provocativa, aunque esta mañana no le hacía falta mucho para provocarle.
Ella inclinó su cabeza contra su brazo y suspiró complacida por sus audaces caricias.
—No he podido encontrar mi ropa interior.
—Te la devolveré. Pero ahora me gustas como estás.
Sus mejillas se volvieron del mismo color que los maduros melocotones que había recogido en su regazo. Él se echó a reír. Parecía como si hubiera perdido cien kilos durante la noche. Se sentía muy ligero, muy libre. Estaba feliz. Y se daba cuenta de que estaba locamente enamorado.
Resultaba difícil describir con palabras su estado emocional. La vieja casa era romántica, su isla de aislamiento. Los pájaros parecían haberse ido a dormir tarde. Las laboriosas ardillas se tomaban el día libre. El día era bochornoso y tranquilo. En la brumosa y perezosa mañana, todo lo que vivía y respiraba incitaba al sexo. A él le hubiera gustado detener el reloj durante cien años y gastar cada minuto de estos años en hacer el amor a Jade.
—Levántate y deja que me siente.
—Entonces, ¿dónde me sentaré yo? —preguntó ella con coquetería.
—En mis rodillas.
La idea le debió de gustar porque se levantó para dejarle el columpio y se sentó encima de él.
—¿Un melocotón? Uno de los últimos de la temporada.
Mordió el melocotón que le ofrecía en la boca. El dulce y fragante jugo rezumaba fuera de su boca, cayendo por su mano, bajando por la barbilla y goteando en su pecho desnudo.
—¿Es bueno?
—Hmm.
Atrajo su cabeza con las manos y la besó con no disimulada voluptuosidad. Cuando acabó, él le dijo:
—Muy bueno.
Él guió su mano hacia su propia boca. Ella dio un mordisco al melocotón. La forzó a dar otro y otro, hasta que su boca estuvo llena, el jugo resbalaba por su barbilla y descendía hacia su garganta.
Dillon observó cómo chorreaba por encima de sus pechos, antes de bajar la cabeza y lamer el jugo. Deshizo el nudo de su cadera y apartó su blusa, desnudando sus pechos a la luz del sol y hacia sus solícitos labios.
Olvidándose del melocotón que estaba en su mano, dobló sus brazos alrededor de su nuca y se inclinó hacia atrás, ofreciéndole su garganta y sus pechos. La fue besando hasta alcanzar sus labios. Cuando sus bocas se encontraron, él gimió con deseo animal.
La volvió de cara a él y guió sus piernas para que descansaran encima de sus caderas. Mientras se besaban, el cuerpo de ella se retorció contra el suyo, volviéndole loco.
Ella le murmuró junto a la boca:
—¿Crees que sería descarada si...?
—En absoluto.
La mano de ella desapareció debajo de su falda, que estaba recogida alrededor de su cintura. Cuando los dedos de ella le acariciaron él gimió de placer, y cuando su mano acarició sus testículos él murmuró una mezcla de súplicas y exclamaciones. Y cuando ella sacó su miembro fuera de los téjanos, él la besó fuertemente. Ella guió el miembro hacia el interior de su cuerpo, metiéndoselo todo, cubriendo poco a poco cada duro centímetro.
Dillon se empujó con el talón y el columpio se movió, conduciéndole más adentro de ella. El placer era inmenso. Entonces el columpio se arqueó hacia atrás y Jade fue presionada hacia debajo, encima de él. Él la abrazó y la mantuvo cerca.
—Avísame si te hago daño —le susurró él.
—No me haces daño. Pero te puedo sentir más que ayer noche.
—Estoy más profundamente dentro de ti.
El columpio continuó moviéndose. Cada vez que se empezaba a parar o se paraba, Dillon le daba un ligero empuje. Él estuvo preparado para alcanzar el clímax antes que ella, pero se contuvo. Bajó su cabeza, rápidamente movió su lengua alrededor de su pezón y lo excitó muy pronto hasta que notó que el cuerpo de ella se empezaba a cerrar como un puño de terciopelo. Ella lanzó una serie de entrecortados gritos cuando su cuerpo fue invadido por un largo clímax.
Se abrazaron mutuamente, húmedos de sudor y pegajosos por el sexo y el jugo de melocotón. Después de un rato soñoliento, él levantó la cabeza y la miró a la cara. Luego le peinó los mechones de pelo que le caían en sus húmedas mejillas.
—Me he levantado esta mañana —dijo él suavemente—, y antes de que me diera cuenta de dónde estaba me he preguntado por qué me sentía tan bien.
—Yo también me encuentro bien, Dillon. Nunca te podré agradecer la...
Él puso un dedo en sus labios.
—Todo el placer fue mío.
—No todo tuyo.
—Fue sexo, Jade. Pero fue más que eso.
Él cerró las manos detrás de su cabeza.
—Me ha gustado tenerte durmiendo a mi lado.
—Eso también a mí me ha gustado mucho —dijo ella como flotando—. Mucho. Es la primera vez en mi vida que duermo con un hombre. No sabía que me podía sentir tan a salvo. No me explico por qué a la gente le causa tanto problema.
—Yo tampoco.
Él sonrió y la empujó hacia su pecho. Ella apoyó su cabeza en su hombro.
—¿Dillon?—¿Hmm?
—Ayer noche, cuando estaba a punto por primera vez... —dijo deteniéndose.
—¿Sí?
—Tú dijiste: «No, Jade». ¿Por qué dijiste que no?
—Me iba a poner primero un condón.
—Oh. Yo no pensé en eso para nada.
—Bueno, lo deberías haber hecho, pero ya que no lo hiciste, déjame asegurarte que no tienes por qué tener ningún miedo. Lo peor que podría pasar es que te quedases embarazada.
Ella levantó su cabeza y lo miró.
—Nunca te atraparía por un niño.
Sus ojos ahondaron en los suyos.
—No puedo pensar en nada mejor.
—¿Me estás diciendo que me amas? —preguntó ella en un susurro.
—Eso es lo que te estoy diciendo.
—Yo también te amo, Dillon, yo también te amo.
Ella besó suavemente sus labios antes de volver a apoyar la cabeza en su hombro.
Sólo oían el latir de sus corazones y el sonido de la cuerda. Se quedaron en el columpio hasta bastante después de que se hubiera detenido.


Myra Jane Griffith aparcó su Ford sedán de color gris en la entrada semicircular de la casa de Iván Patchett. La invitación de Neal al desayuno le llegó como venida del cielo. Myra Jane se había retirado hacía dos años. Desde entonces no había visto ni oído a los Patchett. A menudo había pensado que había sido muy rastrero por parte de ellos el presentarse con el broche de oro, saludarla y olvidarla por entero después de haber trabajado para ellos durante treinta y cinco años.
La culpa de que ellos la evitaran era de Lamar, sin duda alguna. ¿Quién quería ser amigo de la madre de un hombre que había muerto en desgracia en una condenada y pagana ciudad? No creía ni una sola palabra de lo que la gente decía de su hijo. Lamar no había sido un pervertido. No se había metido en las inexplicables aberraciones que la gente decía que había hecho. Había muerto de neumonía y de un extraño cáncer de piel. Hasta hoy había rehusado creer en sus monstruosas confesiones de su lecho de muerte. Había admitido cosas que no podían ser verdad porque su mente se había distorsionado por los medicamentos contra el dolor, y por el lavado de cerebro que el equipo médico le había hecho en la caza de brujas. En San Francisco todo el mundo estaba tan aterrorizado con el sida que cualquier persona que se ponía enferma pensaba que lo tenía.
Evidentemente los Patchett tampoco habían creído en las mentiras que circulaban sobre su hijo o nunca la habrían invitado a la casa. Mientras miraba la impresionante fachada de la casa que siempre había envidiado, se puso un par de guantes de algodón blanco. Sus manos estaban sudorosas debido a su nerviosismo.
¿Por qué querría verla Iván? Neal le había adelantado que era por algo importante y urgente. Pero lo cierto es que no le importaba el motivo que pudiera tener Iván. Ella estaba orgullosa de haber sido llamada.
Su floreado vestido de gasa era perfecto para la cita de esa mañana. Era una prenda de calidad aunque pasada de moda. Su padre siempre le había dicho que era mejor tener una sola cosa de calidad que una docena por debajo de la media. Cuando Myra Jane bajaba a la ciudad se horrorizaba de ver cómo iban vestidas las mujeres. Parecía que no les importaba lo que llevaban. Uno no podía distinguir la gente de categoría de la basura, porque todos vestían igual de mal.
El decoro y la modestia eran cosas del pasado, como la dinastía Cowan o la hacienda de la familia. Se había vendido recientemente, según había oído. El rumor era que el banco estaba contento de deshacerse de ella. Cuando oyó esto vertió abundantes lágrimas amargas.
Por desgracia, algunas cosas eran irreparables. Ella no podría vivir nunca más en la casa que había pertenecido a su familia, pero hasta el día de su muerte se iba a aferrar a las elegantes tradiciones del pasado, como era no llevar jamás en público pantalones y nunca aparecer en un encuentro social sin guantes ni pañuelo. Mientras se dirigía a los escalones de la galería se ajustó su ancho sombrero de paja, que sería apropiado hasta las cinco de la tarde. Nunca se iba a decir de los Cowan que no sabían comportarse con dignidad y decoro. Myra Jane, la última con vida de la familia, se había tomado como una cuestión personal mantener la reputación del apellido de soltera.
Cuando la criada de Iván le abrió la puerta, ella le hizo entrega de una tarjeta de visita.
—Soy Myra Jane Cowan Griffith.


Cuando llegaron a la casa de Jade, ella le pidió a Dillon que entrara con ella.
—Estoy hecho un desastre —protestó él—. No me he afeitado y tengo el pelo del pecho pegajoso por el jugo de melocotón.
—No estás peor que yo. Me gustaría prepararte el desayuno.
—Ni siquiera te he invitado a comer primero.
—¿A qué te refieres con «primero»?
Él se rió de la mirada azulada y asesina que ella le dirigió.
—Entraré para un café rápido.
Con los brazos enlazados por las cinturas, se dirigieron hacia la puerta principal.
—¿Cómo sabes que Graham y Cathy no me estarán esperando con escopetas cargadas?
—Ellos estarán contentos de vernos —dijo ella sonriéndole.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me verán feliz.
Jade se adelantó y casi chocó con Cathy, que salía precipitadamente.
—Buenos días.
—Gracias a Dios que has venido —dijo sin aliento la mujer—. Me acabo de levantar y me he encontrado con una nota de Graham. Ha cogido su bicicleta para encontrarse con Dillon y contigo en el remolque de Dillon.
Jade ignoró la inquisitiva inflexión del final de la frase de Cathy.
—Sabe mejor que nadie que no tiene permiso para dejar la casa, incluso en sábado —exclamó ella indignada—. Tendré que castigarle durante una semana.
Dillon posó sus manos en los hombros de ella y le hizo girarse.
—Quizás estaba preocupado por ti. ¿Has pensado en eso? Fue una irresponsabilidad por parte nuestra no llamar. Si Graham está de camino hacia la construcción, lo alcanzaré con el coche.
—Creí que te quedabas a tomar un café.
—Eso era antes.
—Pero...
—¿Por qué no me adelanto y localizo a Graham? Cuando tú y Cathy estéis vestidas os reunís con nosotros en mi remolque. Invitaré a todo el mundo a pasteles de pacana en el restaurante Waffle Shack.
—¡Qué bien!
Jade no podía parar de sonreír. No podía enfadarse con Graham. Hoy su estado de ánimo no se lo permitía.
—¿Cathy?
—Me apunto.
—Bueno —dijo Dillon—. Os veré dentro de un rato.
Colocó su dedo debajo de la barbilla de Jade e inclinó su cabeza hacia atrás para besarla suavemente. Entre sueños, Jade lo observó mientras atravesaba el césped y se subía a la furgoneta. Él saludó mientras se marchaba. Cuando se giró, Cathy la estaba mirando astutamente.
—Estoy sorprendida —dijo—. No me esperaba que fuera alguien como Dillon.
—¿Como Dillon?
—El hombre que te ha liberado. Esperaba a alguien en la otra punta del espectro de macho, alguien físicamente no tan masculino.
—Dillon es muy sensible.
Cathy acarició afectuosamente el pelo enredado de Jade.
—Lo debe de haber sido si te ha hecho superar el miedo.
—Desde que murieron su mujer y su hijo, ha estado luchando con su propio dragón. Yo he sido tan buena para él como él lo ha sido para mí. Esto es lo mejor de todo ello.
Con un ojo escéptico, Cathy miró su deshabillé.
—¿Estás segura de que eso ha sido lo mejor?
Jade se echó a reír con una risa sonora y picara que el día anterior le hubiera parecido extraña. Qué estupendo ser finalmente un miembro totalmente normal de la raza humana. Se acabó el miedo y la represión. Posiblemente Cathy leyó la respuesta a sus innumerables preguntas en los radiantes ojos de Jade. Los suyos brillaban llenos de lágrimas.
—Te veo radiante, Jade.
—Soy más feliz de lo que jamás he sido —dijo ella, sin poderlo expresar de otro modo.


Esa mañana no fueron al restaurante Waffle Shack.
Jade y Cathy llegaron al lugar de la construcción a los cuarenta minutos de haberse ido Dillon de su casa. Loner rodeó el Cherokee, ladrando, feliz de verlas. Mientras intentaban calmarlo, Dillon saltó de su remolque.
El corazón de Jade latió con fuerza cuando vio por primera vez a su amado después de su corta separación. Amado. La palabra era una extraña adición a su vocabulario. La repitió varias veces en su cabeza, tratando de acostumbrarse a su sonido y a sus implicaciones. Un sentimiento de orgullo y posesión estallaron dentro de su pecho. La alegría burbujeaba desde el manantial de un nuevo amor.
—Graham no está aquí, Jade —dijo él de pronto.
Su entusiasmo se apagó.
—¿Que no está aquí?
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Cathy—. Ha sido por mi culpa. No tenía que haberme dormido.
—Los chicos suelen deambular. Estoy seguro de que está bien.
Jade podía ver por las arrugas que se formaban entre las cejas de Dillon que sus palabras tenían muy poca convicción.
—¿Dónde podrá estar?
—No lo sé. He cogido el camino que coge normalmente para llegar hasta aquí y no lo he visto por ninguna parte. Esperaba que lo encontraría aquí al llegar. Pero no estaba. El plato de comida de Loner estaba vacío, así que no creo que Graham haya estado por aquí. Lo primero que hace cuando llega es dar de comer al perro, tanto si necesita comer como si no. Me he acercado con el coche hasta el otro lado de la construcción donde habían estado paseando, pero no había ni rastro de él.
Jade se abrazó los codos, aunque el sol estaba alto y el día era muy caluroso para que pudiera tener escalofríos.
—Tal vez se ha ido a pescar —dijo esperanzada.
—Quizás. Estaba a punto de comprobar su lugar favorito en el canal cuando llegasteis.
Él apretó el brazo que tenía más alto, tranquilizándola.
—Quédate aquí. Dentro de cinco minutos estoy de vuelta. —Se marchó con la furgoneta de la compañía.
—Vayamos a esperar a tu oficina —sugirió Cathy.
Jade consintió en ser llevada hasta la construcción móvil, pero una vez dentro no podía quedarse quieta. Paseaba delante de la ventana, mirando cada pocos segundos con la esperanza de ver a Dillon regresando con Graham.
—¿Crees que esa nota pudo escribirla bajo coacción?
—Claro que no —dijo Cathy—. Graham deslizó la nota por debajo de la puerta de mi habitación y dejó abierta una caja de galletas PopTarts encima de la mesa de la cocina. Creo que iba de camino hacia aquí para veros a ti y a Dillon, tal y como dice la nota.
—Entonces, ¿dónde está?
—Se ha debido de entretener en algún sitio.
—No se debe parar, a menos de que tenga permiso para hacerlo.
—Los niños a veces olvidan las advertencias. Algunas veces desobedecen con el mayor descaro.
—Esta vez no —dijo Jade con obstinación—. Además, Graham no es un niño. —Un nuevo pensamiento la sacudió—. ¿Crees que estaría preocupado porque me quedé toda la noche con Dillon?
—No lo creo. Graham se enamoró de él mucho antes de que tú te dieras cuenta que también te habías enamorado. —Jade le dirigió una penetrante mirada—. ¿De qué te sorprendes, Jade? ¿De que Graham quiera a ese hombre o de que lo quieras tú? ¿Estás sorprendida de que yo supiera lo que pasaba entre Dillon y tú antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de ello?
Jade se distrajo por un ruido que venía del exterior.
—Ha vuelto.
Salió de la habitación en el momento mismo en que sonaba el teléfono.
—Cathy, ¿lo puedes coger?
Graham no estaba en la furgoneta.
—No lo he visto por ninguna parte —le comentó Dillon—. He conducido a lo largo del canal y no he visto rastro de él ni de la bicicleta. —Jade se llevó su puño hacia sus labios. Él la atrajo entre sus brazos—. No tengas miedo. Tiene que estar en algún sitio y lo encontraremos.
—Jade. —Cathy la llamó desde la puerta abierta—. Es para ti.
—¿Quién llama?
—Neal Patchett.

El Sabor Del EscándaloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora