Puente Sant'Angelo

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La tarde del domingo se había vuelto fría, gris, inquietantemente silenciosa. El cielo se ocultaba tras una capa de nubes gruesas que ambientaban la ciudad con una aura blanca y cegadora. Las calles estaban vacías, estaba a punto de caer la noche. No caía ni una sola gota de agua, pero todo estaba empapado por la humedad.

Aika había perdido el control sobre los actos de Jussara. Su cuerpo se movía a base de pequeños impulsos aleatorios. No sabía si tocar a su amiga iría en su contra, no sabía si llamar en busca de ayuda o si podía persuadirla con palabras. Ella estaba de pie sobre la baranda de piedra, atada de pies con cadenas enlazadas a bloques de hormigón. Se abrazaba al pilar de al lado, donde se levantaba el ángel con el sudario. Murmuraba mirando las aguas del río, desde arriba, sin estar segura de lo que hacía. Y él se desesperaba, Jussara no le escuchaba. Le pedía que se bajara, que no quería quedarse solo. Y después de varios minutos sin obtener reacción, se sentó sobre la acera. Apoyó su espalda a la baranda con un pie en el suelo y la rodilla levantada, moviéndola de un lado al otro. Al igual que su mirada, esperando encontrarse con alguien, con cualquiera.

—Estás más flaco que un palo de escoba y tienes unas ojeras muy feas—dijo ella como si hubiera olvidado lo que estaba a punto de hacer. Pero sus ojos seguían concentrados en el agua de debajo sus pies.

—Pues las mismas que tienes tú, Jus.

En un segundo la situación se había convertido en una escena cotidiana. Él como si estuviera sentado al lado de su cama y ella como si estuviera mirando por la ventana de la habitación.

—Dime algo bonito, Aika.

Él miró los adoquines de enfrente. Había muy pocas cosas bonitas en las que pudiera pensar, por no decir ninguna. Pensaba en palabras. Piedras, cuadrados, cenefas. Y dejó de pensar. Recostó su cabeza sobre el pilar y no se preocupó de responder. Ella tampoco insistió. Solo estaba haciendo tiempo.

—Me pregunto qué harás luego—volvió ella.

Quedó al aire, entre el silencio y sin ningún tipo de connotación. Lo había camuflado bien, pero no era más que un engaño tapado. Se descubrió cuando empezó a mover la pieza de hormigón de uno de sus pies. Aika abrió los ojos consciente de sus intenciones. Se giró y se levantó lo suficiente para poner sus manos sobre el bloque, para que no lo moviera, para que no se cumpliera el destino que Jussara había construido.

—No lo hagas, no es justo.

Jussara cesó sus esfuerzos. No había actuado a tiempo, y solo aceptó. Asintió con la cabeza para hacerle entender que no iba a intentar nada.

—Levántate y ayúdame a bajar. Tengo que decirte algo cara a cara.

—Cara a cara—repitió él sin quitar las manos del bloque.

—Cara a cara.

Aika se apartó unos centímetros. No le miró el rostro por miedo a acostumbrarse a esa expresión sin vida. Prefirió esperar a que fuera ella quien dara el primer paso. Hasta entonces solo habían cruzado la mirada cuando era sumamente importante. Si uno de los dos tenía la necesidad de crear ese vínculo, lo hacían, pero evitaban a toda costa mirarse sin ninguna razón obvia. No querían verse reflejados el uno en el otro. Así que ella hizo un ademán de girarse de cara a tierra firme, pero las cosas cambiaron de golpe.

—El muerto y el ido presto en olvido.

Con un impulso con toda fuerza, Jussara consiguió levantar los bloques y cuando su amigo se abalanzó para atraparla ya era tarde. Quedó su brazo extendido al aire, fuera del puente, y el sonido del agua amortiguado en la mudez de la ciudad.
Engulló su grito como si su garganta lo hubiera absorbido. Su mano se cerró en forma de puño hasta clavarse las uñas mordidas en la palma. Su cuerpo entero se fue encogiendo aunque sus ojos permanecieran mirando la invisible silueta de su amiga. Quería soltar su más doloroso lamento pero su voz seguía atrapada en sus pulmones. Cerró sus ojos y abrió más la boca. Se dejó caer al suelo, sin sentir nada más que un vacío en el corazón. Y empezó a temblar, mirando a su alrededor, buscando una explicación, un por qué. Se balanceaba, se empapaba las mejillas de lágrimas desbocadas, se retorcía en la soledad del anochecer. Y no había ni un alma, solo los ángeles de piedra haciéndole compañía, pero dándole la espalda. Se hizo pequeño en la inmensidad y dejó que su locura se desbordase. De cualquier forma, nadie iba a verlo.

AMÉN, NICO, AMÉNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora