San Sebastián

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NICO

—Vayamos a arriba—dijo el castaño.

—¿Arriba a dónde?

—A la azotea, hombre. Es un pequeño paso.

—No pienso salir al exterior.

—Ahora se hará de noche, no hay mejor lugar donde pasarla despierto.

Nico negó sintiendo el peso de su cabeza. Era falta de actividad. Necesitaba mover su cuerpo de la misma manera que antes. Estaba perdiendo energía, y cada día lo notaba más.

—No insistas.

—Chi la dura la vince.

Consiguió que Nico pusiera un pie en el rellano. Es más, consiguió que subiera las escaleras sin dificultad. Al llegar al último piso, solo quedó abrir la puerta que llevaba al exterior. Era obvio que nadie la abría nunca. La cerradura estaba oxidada. Ni siquiera había un fluorescente que iluminara aquella parte del edificio. Nadie parecía haberse preocupado de hacerlo. Las paredes tenían unos colores más feos que los pisos de abajo. Al azabache nunca se le había ocurrido subir allí, de hecho, era la primera vez que lo veía. Que fuera Aika quien se lo mostrara decía bastante de los dos.
Supuso que Aika había descubierto la caja donde guardaba todas las llaves. Debía tener las de la azotea en su mano; no las reconocía muy bien, nunca las sacaba de la caja. Las puso en la cerradura, las hizo girar, pero no obtuvo resultado. La puerta parecía estar bloqueada. No se detuvo ni un instante, la golpeó y se empotró de lateral un par de veces hasta que se abrió. El fresco aire del atardecer los acarició con suavidad.

—Esto sí que me gusta—dijo Aika saliendo afuera y estirando sus brazos como si quisiera volar—. Vamos, sal.

—No puedo.

—Sí que puedes.

Nico quería, por supuesto, pero no soportaría otro ataque de aquellos. Lo primero que notaba era como la sangre dejaba de ser bombeada con la misma fuerza. Palidecía y empezaba a marearse. Le subía la temperatura y sudaba. Y los mareos empeoraban al igual que las ganas de vomitar. Su respiración se agitaba, le faltaba el oxígeno aunque tuviera de sobras. Luego, comenzaba lo peor. Perdía la visión de todo lo que le rodeaba. Empezaban a saltarle imágenes en su mente y no sabía cómo escapar de ellas. Su cabeza le hacía malas jugadas. Le hacía creer que estaba en otros lugares. Lugares que ya conocía y odiaba recordar. Sentir que se volvía loco de una forma tan real, le daba miedo. Y más miedo le daba que un día entrara y no pudiera volver a salir. ¿Pero valía le pena dejar de vivir por ello?

—Te prometo que vas a estar bien—insistió Aika.

—No me he tomado las pastillas.

—Ya te dije que no te harían falta.

Le molestaba que el castaño no se lo tomara en serio. Pero, claro, no era él quien lo sufría. Podía hacerse el valiente porque no se enfrentaba a nada. Entonces le miraba a los ojos, serenos pero cautelosos. Tenía un optimismo extraño, como si supiera exactamente todo lo que hacía y calculara cada paso y cada gesto cuando se trataba de convencer a Nico para cualquier cosa. Pese a eso, era obvio, que no tenía ni idea de las consecuencias que tendría. Fingía estar seguro de todo, pero eso, a Nico, no se le escapaba. Igualmente, sus intenciones eran buenas.
Salió sin pensarlo más y lo primero que hizo fue mirar el cielo. Solo había tres o cuatro pequeñas nubes, que empezaban a teñirse de color rosa. Le dio paz verlas allí arriba, tan lejos, con tanta distancia de por medio. Había pasado muchos días entre paredes y sin ver absolutamente nada más allá de ellas. El primer pensamiento fue de tranquilidad. Pero volvió a caer en que en cualquier momento todo podía irse a pique.

AMÉN, NICO, AMÉNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora