El hoyo negro

21 4 0
                                    

NICO

Aquella nueva mañana, Lisa, Aika y él se presentaron frente la entrada de las catacumbas con la bolsa en la mano. La cogían entre él y Aika, pesaba demasiado. Allí no había ninguna señal de vida. No era de extrañar, la entrada era la zona menos profanada. Lo peor se escondía mucho más abajo. Donde la temperatura bajaba hasta creer estar en uno de los fuertes inviernos del norte. Era un lugar infinito, mucho más grande de lo que todos imaginaban. Hasta ahora, solo había conseguido ver unas cuantas salas arregladas, pero muy poco elaboradas. Nico estaba seguro de que mucho más adentro, había una sociedad entera viviendo desgracias e inhumanidades que no podía recrear en su cabeza.

—Hoy me he desmayado tres veces—dijo, sin venir a cuento. Aika le miró.

—No creo que tengas hipotensión—confesó—. Sueles estar alterado, al menos internamente.

—Cualquier cosa puede provocar desmayos—habló Lisa, como si el tema le distrajera de sus pensamientos.

—Creo que veo fantasmas—y achinó los ojos. Aika hizo un esfuerzo para no reírse y Lisa le miró, volviendo a entrar en pánico.

—Estáis como una cabra—murmuró la rubia.

Y se adentraron en las catacumbas, caminando en línea recta. A cada cinco pasos, dos antorchas, una a cada lado, se cruzaban con ellos y los iluminaban de pies a cabeza para que luego volvieran a ocultarse en la oscuridad. Diez minutos para llegar a la sala. En la entrada había una inscripción sobre un trozo de madera colgante: "basura". Entraron los tres. Lisa, más bien por obligación. Allí dentro no había más que montañas de bolsas de ropa, de plástico, pañuelos ensangrentados, pelo, uñas, ropa... Olía tanto a putrefacción que casi no pudieron aguantarse las arcadas. En el centro, en el suelo, había un enorme hoyo negro. Varios hombres, vestidos con trajes de tela de saco, ocultos tras una máscara, recogían lo que podían para lanzarlo en aquel hoyo.
Las máscaras medievales de la peste negra, las que llevaban los médicos, con un largo pico que los hacían pasar por cuervos pero que, en realidad, los protegía de aquel hedor.

Entre los tres nuevos intrusos y el hoyo, se plantaba Di Addezio con el rostro desnudo, sin hacer ninguna mueca de repugnancia. Tal como los vio, se acercó y agarró la bolsa que llevaban. Ni se molestó en abrirla, la lanzó directamente.

—Cuando lo cavaron, tenía casi treinta metros de profundidad—informó el hombre—. Los trabajadores murieron allí abajo. No era divertido ayudarles a subir. Si os acercáis veréis que apenas quedan seis metros por llenar.

—No—musitó Lisa, temblorosa, imaginando como la empujaban para que cayera si se acercaba. En cambio, Aika había perdido el culo para ver su interior.

—Seis metros sigue siendo mucho—dijo, mirando hacia abajo—. No veo el final.

—Aquí hay muy poca luz. Si lanzara una antorcha lo verías, pero no podemos provocar un incendio.

Nico no tuvo la necesidad de acercarse. Tenía suficiente con ver piernas y partes de cuerpos sueltas entre las montañas de aquella supuesta basura. Estaba más preocupado de taparse la nariz con la camiseta.

—¿No hay conductos de ventilación?—preguntó Aika, como si estuviera asombrado de ver todo aquello.

—Los hay, pero no son del todo eficaces. Son muy largos porque el olor no puede escaparse en medio de la ciudad—levantó sus cejas, como si le hablara a un niño pequeño.

AMÉN, NICO, AMÉNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora