Cadáver en el Tíber

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Solía salir a correr cuando el sol caía. Se ponía su chándal negro y sus auriculares y recorría el parque Borghese. Quedaba justo enfrente de su piso y era lo suficientemente grande para estar diez minutos inspeccionándolo. Se alejaba de toda la gente que divisaba y pasaba por los lugares más inhóspitos hasta que llegaba a la linde imaginaria que se había marcado la primera vez que salió a hacer ejercicio. Luego, daba marcha atrás para salir a hacer su trayectoria por la ciudad. Le gustaba pasar por el casco antiguo, donde se acumulaban los turistas y las paradas de gofres. Sin embargo, evitaba meterse entre la gente y seguía su camino rodeando cualquier obstáculo que le estorbara.

Aquella tarde salió temprano, el sol aún seguía sobre su cabeza. Tenía la necesidad de matar el tiempo de los fines de semana de alguna forma. Ya había hecho la limpieza en casa y todo su trabajo online. La televisión le aburría y se acababa de terminar la novela que leía durante las horas antes de preparar la cena. Como alternativa solo le quedaba ir a sacar dinero al banco, pero incluso aquello ya no era necesario.

Se puso a trotar por las calles del centro mientras escuchaba la canción del Fantasma de la Ópera en versión chelo. Aquella melodía lo tenía confinado en su propia mente. Iba distraído, acercándose a la plaza de la fuente del Tritón y, cuando fue a cruzar el paso cebra, una ambulancia pasó por delante de sus narices en dirección al río, como un cohete. Detrás, dos coches de policía. Se quitó los auriculares, descolocado después de ver su vida pasar en frente de sus ojos. Apenas le había dado tiempo a reaccionar y su cerebro aún estaba procesando la información. Esperó unos segundos a que su corazón volviera a palpitar con normalidad y pronto reemprendió su paso. Solo fue un susto, un escarmiento para que no volviera a ponerse los auriculares en lo que quedaba de recorrido.

Fue bajando, alejándose cada vez más de su casa, cambiando la ruta de su rutina para curiosear el ambiente que se cocía por las calles. Iba atento a todo lo que le rodeaba sin importar las pintas que llevara ni las fisgoneantes miradas de los extranjeros. Le apetecía ver qué era lo que se estaba perdiendo estando encerrado todo el día en casa. Algunos lugares seguían siendo bastante desconocidos para él. Y llegó al mercado, miró la hora en su reloj de muñeca y tomó la decisión de regresar, pero tuvo que posponerlo.

—¡Nico!

Reconoció la voz al segundo. Lisa le saludaba desde el otro lado de la calle con dos bolsas de plástico llenas de comida colgando de su brazo.

—Ven, ayúdame.

Él suspiró ligeramente y traspasó para ayudarla a levantar una de esas bolsas.

—No me libro de ti ni saliendo de casa—comentó husmeando el interior de la bolsa.

—Eso te iba a decir. Me ha sorprendido que rondaras por aquí. Pero ya que estás, acompáñame a hacer la compra.

Nico volvió a mirar su reloj.

—¿Cuánto tiempo vas a estar, más o menos?

Ella frunció el ceño completamente extrañada por aquella pregunta. Antes de saber nada ya había empezado a hacer suposiciones sobre qué significaba.

—¿Tienes prisa?

—No. Pero no sé cuánto tiempo podré aguantarte.

Todas sus suposiciones se fueron al garete y su expresión cambió a una de fastidio.

—Tan simpático. No te cuesta nada ayudar a tu vecina.

Pues Lisa no se conformó con ir a los mercados más cercanos, quiso pararse a mirar aparadores de todas las tiendas de todas las calles por las que pasaban y, de vez en cuando, pararse a hablar con algún amigo por teléfono. La compra semanal fue lo último a lo que llegaron. Para entonces, Nico ya había empezado a ponerse nervioso. Estaba mirando las agujas del reloj cada cinco minutos y a medida que se alargaba la acción de aguantar de pie con la bolsa, más impaciente se volvía. Había insistido a Lisa en que se diera prisa, pero ella seguía tomándose su tiempo para elegir los productos y los alimentos que iba a comprar.

AMÉN, NICO, AMÉNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora