64. Kenna

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Aunque no lo quieras

Nunca pedí hermanos a mamá y a papá.

Cuando era más pequeña, tenía este pensamiento egoísta de querer todo para mí sola. Ellos me hicieron entender que no podía pretender acaparar todo, y también que los hermanos no deben por qué ser una amenaza, lo contrario.

Argumenté que no me gustaría que quisieran a un bebé más de lo que me querían a mí. Mamá me planteó lo siguiente: «¿Amas más a tu padre que a mí?». No respondí, jamás podría. Me sonrió con un jaque-mate en los labios, y así logró que entendiera que se puede amar a dos personas de la misma forma.

Aún así, no pedí hermanos.

Creo que ellos, tras haber sufrido tanto para llegar a tenerme en brazos, no se veían capaces de repetir el proceso otra vez. No tenían necesidad de otro hijo porque yo era y soy más que suficiente, y siempre me lo recuerdan.

No sé qué significa tener un hermano, pero estoy familiarizada con otras cosas. Sé lo que es amar a alguien y conozco lo que es estar enferma. De memoria puedo recitar todo lo que sentí al saber que mi vida pendía de un hilo. Puedo imaginar, pero nunca equiparar, el dolor de haber perdido a alguien tan significativo y esencial. 

Miro a través de la ventana. El cielo es un lío colorido. No recuerdo cuándo fue la última vez que me acosté en el césped a ver la noche caer.

Es un día muy lindo, ¿cómo puede algo ser hermoso cuando lo demás no lo es? ¿Por qué a veces hay tanta discordancia entre el interior y el exterior? Sé que el mundo sigue girando a pesar de todo, pero por ciertas cosas debería detenerse.

Inhalo despacio en cuanto la puerta de la habitación se abre.

«Este no es Roel», pienso de forma automática.

Todo está en los detalles, pero muchos de ellos cambian el panorama general: camina despacio, como si ya no tuviera apuro para nada y no existiera algo que lo emocionara a lo que llegar. Sus hombros están caídos. Parece más pequeño al estar encorvado. Con una mano sostiene su teléfono, al cual le frunce el ceño mientras que con la otra se rasca la nuca. Me recuerda a un adolescente normal, que transita la calle perdido en un mundo virtual, pero él nunca fue uno más del montón.

Nunca fue ajeno a su alrededor. Jamás quiso ignorarlo.

Lo sé porque una vez yo fui así, pero eso quedó atrás.

—Mi madre dijo que tenías un par de cosas de ella, Patricia.

Al oírlo siento que la realidad acaba de darme una bofetada. Sigue siendo amable, es algo innato en él, pero su gentileza suena monótona y distante. Me pregunto cómo fue su reacción al enterarse de Peter, quién le dijo y qué hizo: ¿solo abrazó a su madre y lloró por horas? ¿Corrió lejos para estar solo? ¿Siquiera lo asimiló? 

—No soy la enfermera Patricia.

Se tensa. Aún con una mano en el móvil y la otra en la nuca me mira. Ladeo la cabeza desde mi silla de ruedas. Inhala hondo antes de dejar caer los brazos a cada lado de su cuerpo.

—Evidentemente no lo eres. —Su tono de voz es apagado incluso cuando trata de hacerlo ligero, lo que solo lo hace pesado al final. Por un momento solo me observa, sin hablar. A continuación su pecho se hincha, porque en lugar de exhalar debe inhalar por segunda vez para recobrar fuerza—. Yo... —Traga, luego da un paso atrás—. Debo irme.

Mis manos llegan a las ruedas con rapidez. Las empujo.

—Espera, por favor...

—Kenna, no me hagas hacer esto.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora