44. Roel

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Decir o no decir

Me hace feliz ver a Kenna y a su amiga juntas. En más de una ocasión me pregunté por qué sus amigos no venían a verla, o si tenía alguno para empezar.

Atravesar la adolescencia, o la vida misma, sin un amigo es muy complicado. ¿La adolescencia con una enfermedad? Mucho más. Lo sé porque eso le está sucediendo a Peter, aunque es un poco diferente ahí: sus antiguos amigos no estaban mentalmente preparados para esto. Sus prioridades eran otras y creo que en parte estaban asustados, pues nadie quiere experimentar una posible pérdida a los 13 años, cuando apenas entiendes la muerte en sí. Sería traumático a niveles difíciles de explicar.

Las visitas se hicieron menos frecuentes con el tiempo, y luego nadie apareció. Así que me volví su mejor amigo con gusto.

Maise me agrada, pero no estoy seguro de agradarle. Me vio con ojos evaluativos, pero sé que, de tener que pasar su examen eliminatorio para estar con Kenna, lo aprobaría con honores.

Soy un buen partido.

Mi propósito era decirle a la chica del corazón problemático que su madre me había buscado, pero en cuanto vi que tenía compañía me limité a saludar y ahora estoy esperando en la cafetería.

—¿Lo de siempre? —pregunta Carlos desde el mostrador.

Asiento y él frunce el ceño.

—¿Qué te trae tan preocupado, amigo?

No soy bueno ocultando mi expresión pensativa. Tampoco la triste o la alegre.

O la idiota, según Peter.

Dice que tengo esa las veinticuatro horas del día y yo replico que él tiene la de un señor amargado de ochenta años al que le duele la cadera.

Es nuestra forma de amarnos.

—¿Cómo se llama tu suegra, Carlos?

—Antonia.

—Y, en el hipotético caso de que ella te hablara a espaldas de tu esposa, ¿se lo contarías a la señora Sophie?

—Más le vale, porque sino duerme con el perro. —Se entromete la mujer de Carlos desde la puerta de la cocina, con una espátula en mano y el cabello sujeto en una red—. No me importa que no tengamos perro. Adopto uno y te hago dormir con él, Carlos Ruíz Montoya…. Y las hamburguesas salen en dos minutos.

El hombre rueda los ojos y me río porque me parece tan adorable como admirable que trabajen juntos. No muchas parejas pueden hacerlo. Se hartarían de estar alrededor del otro en el trabajo y también en casa. 

—Por tu propio bien espero que lo hagas, Roel —responde con una sonrisa sabia—. De acuerdo, no es tan así, pero el fin es el mismo. Debes preguntarte lo siguiente: ¿Con quién me casé? ¿Con la suegra o esta mujer u hombre? Tu deber es con quien compartes el anillo, nadie más. No se le guardan secretos al amor de tu vida, muchacho.

Le devuelvo la sonrisa al tiempo que la cocinera llega con mi pedido y Carlos lo añade a la cuenta de la familia De Luca. Saco mucha comida de aquí. A veces de contrabando para el señor de la habitación 103.

Él paga bien.

—Te casaste con un gran hombre, Sophie. —Señalo con la pajita de mi Coca-Cola a Carlos Ruíz Montoya.

Ella lo toma de las mejillas y deposita un ruidoso y húmedo beso en su rostro antes de poner los brazos en jarras.
 
—Lo sé, pero no te equivoques. Él se casó con una gran mujer también, hijo. —Me guiña un ojo.

No lo dudo ni por un segundo.

Yo no estoy casado, pero a mí me gusta Kenna, no su mamá, aunque la señora Hamilton-Quinn es muy atractiva…

Sacudo la cabeza y me estremezco ante el pensamiento. No importa. Mi decisión es la misma que hace una hora, incluso estoy más decidido gracias a Don Carlos Ruíz Montoya, quien tiene un nombre pegadizo.

Kenna tiene que saber.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora