55. Kenna

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¿Y si resistimos un poco más?

El helicóptero ya desapareció. Sus luces se alejan en busca de otra emergencia. Me quedo junto a las puertas, sintiendo el frío metal contra las palmas, atenta a todo lo que dicen.

—¡La ayuda está en camino! —grito.

Miro la puerta por la que Roel se fue. En su mirada vi miedo, y él lo hubiera visto en la mía si no fuera mejor tratando de aparentar que todo tiene una solución que siempre llega a tiempo. Sé cómo estar tranquila externamente, lo he practicado desde que me diagnosticaron. Ver el terror en mi rostro solo le hacía peor a mis padres, así que lo reprimí. Internamente seguía ahí, volviéndose loco, rebotando de un lado a otro en las paredes de mi cráneo y generando los peores pensamientos, pero no iba a dejarlo salir.

Si por fuera estaba tranquila, la gente sufría menos y podíamos hablar con más claridad.

—¡Está bien, ¿la oíste, Michel?! Estaremos bien, esto se solucionará en unos minutos —dice un paramédico al paciente.

El herido no responde. Llora sin consuelo.

Me estremezco ante el sonido. No hay nada peor que saber alguien está sufriendo y no hay nada que puedas hacer para quitarle el dolor. Por empatía uno se encoge al imaginar por lo que debe estar pasando, que en realidad no es ni una pizca de lo que siente en realidad. No sé qué le ocurrió, pero sus sollozos son agudos y desoladores, cargados de una impotencia que comparto y un pánico inmedible. 

Sé lo que se siente balancearse entre estar vivo y no estarlo, o simplemente creer que estás en esa cuerda floja. 

Cierro los ojos e inhalo hondo. Escucho mi corazón latir unos segundos.

—Me llamo Kenna, me enteré que padecía cardiomiopatía congénita cuando tenía seis —digo lo suficientemente alto como para que me oiga—. Bienvenido al Hospital Timoty Walls, Michel. Es un lugar muy bonito, ¿sabes? —Trago el nudo en mi garganta—. La señora Manzanni te tejerá una bufanda de bienvenida, y las enfermeras Mónica y Patricia pueden olvidarse que les pediste algo si no toman al menos media taza de café entre la una y las tres de la mañana en el turno nocturno. —Se me cristaliza la vista cuando noto que está funcionando, su llanto se está apaciguando—. Te divertirás escuchando a Don Carlos Ruíz Montoya y su esposa discutir, y te cansarás de la señora Noreen porque es muy negativa, pero la preferirás antes que a los demonios de la guardería. —Sonrío con las mejillas humedecidas a pesar de que no puede verme—. Mi amigo Roel te va a caer muy mal, porque es de esos que no se callan, y coqueteará contigo sin importar tu orientación sexual o la suya, pero su hermano te agradará, lo prometo. 

Hago silencio.

—Me... me caerá tan mal que... que terminará cayéndome bien. —La voz sale rota y con hipo de por medio, pero algo es algo.

—Seré tu guía turística —prometo—. No sé si la mejor, pero haré mi mejor esfuerzo para hacerte sentir a gusto aquí adentro.

—¿Lo…? ¿Lo prometes? —Todavía hay lágrimas en su voz.

—Lo prometo, Mi...

Me apoyo con todo mi peso contra las puertas Siento que succionan todo el oxígeno de mis pulmones hacia afuera, vaciándome. Jadeo pero de forma automática trato de reprimir el sonido. No quiero alterarlo más. Oigo que los que están con él le hablan y me tambaleo hacia la entrada de las escaleras cuando el viento se alza, calándome los huesos. 

No siento mi brazo izquierdo y debo empujar la puerta con el hombro. Al segundo intento logro entrar y quiero sentarme, pero no puedo. Lo siento justo en el pecho, un tirón fuerte, como una soga atada a tu cintura, arrastrándose hacia atrás. 

—No —susurro al alcanzar la barandilla.

Me doblo sobre ella y veo a Roel, que baja las interminables escaleras. La imagen es enmarcada por las puntas de mi cabello, que logran el efecto de una cortina a mi alrededor y lo oscurece todo.

Quiero llamarlo con todas mis fuerzas, pero apenas puedo respirar. Mi vista comienza a desenfocar y la desesperación interna no llega a ser externa porque no puedo comunicarme. Las rodillas me tiemblan y el tirón deja de ser uno, ahora son varios, uno tras otro, cada vez más fuertes y en diferentes direcciones.

Lo único que logro hacer para alertarlo es dejar caer el teléfono de mi bolsillo al vacío, esperanzada de que se dará cuenta.

Mi corazón se ha cansado de advertirme, así que da el último golpe.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora