9. Kenna

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El abrazo del progenitor

—¿Está todo bien? —pregunta mamá al doctor.

Lleva el apellido Feisman grabado sobre el bolsillo de su bata, y vino con noticias.

—Hay un posible donante en Nebraska —informa enderezando los lentes sobre el puente de su nariz.

Veo el brillo de esperanza en los ojos de mamá. Empuja un corto mechón de cabello rubio tras su oreja, decorada con un costoso pendiente de oro y esmeraldas. Es hermosa y elegante; una mujer empoderada que viste como si fuera a la corte los siete días de la semana, con ese traje que grita: «Lucharé por ti, por mí y por todos. Y voy a ganar, diablos.»

De acuerdo, dejo de lado la mala palabra. Ella es más educada que mi tío Malcom, el inglés. No diría algo así.

—Pero hay un problema —añade Feisman.

Papá se tensa al lado de mi madre, y se percata de que tengo la mirada fija en ellos, no en el doctor.

Me regala una sonrisa que pide que no me preocupe, que asegura que lo lograremos al final.

Siempre sonríe y cuenta chistes de doble sentido que soy capaz de entender. Mamá lo reprende por eso, pero él hace oídos sordos. Es bueno en la cocina —su plato de carne a la italiana me hace babear—, y también es el mejor compañero de videojuegos que puede haber. Otra cosa genial sobre él, es que sorprende la facilidad con la que puede abrazarte y hacerte olvidar del mundo.

Sé que tengo unos padres asombrosos.

—¿Cuál es? —pregunto para que ellos no deban hacerlo.

—Hay una chica en el hospital de Boston que también es candidata, están revisando quién de ustedes... —Dejo de oírlo y bajo la mirada a mis manos, donde tengo el corazón de plástico con el que he jugado desde la mañana.

Inhalo despacio.

—¿Cómo se llama? —interrumpo.

Silencio.

—Kenna, no hagas esto —advierte mamá, pero insisto y vuelvo a preguntar.

Feisman suspira. Luce agotado.

—Gretha.

—¿Cuántos años tiene?

—Kenna —vuelve a advertir la abogada, esta vez más fuerte.

Veo por el rabillo del ojo a papá tomarla suavemente del brazo.

—Respóndame, Doc —pido.

Parece incómodo, pero de todas formas lo hace:

—Doce.

—Entonces déselo a ella —me limito a responder.

está a punto de decir algo, pero mi madre lo interrumpe.

—¿Nos daría un minuto, Doctor Feisman?

Él asiente y se marcha con las manos en los bolsillos de su bata. Ella espera oír la puerta corrediza cerrarse para mirarme con una tranquilidad exasperada. No sé cómo rayos logra esa combinación.

—Cuando tenía trece me llevaron por primera vez a patinar sobre hielo —me adelanto con voz firme—. Dijiste que Central Park nunca se había visto más mágico en invierno. Te quedaste en la orilla a sacarnos fotos con la cámara que te regalo tía Kansas para tu cumpleaños, y papá me puso los patines y no me soltó la mano en todas las vueltas que dimos. Luego fuimos a cenar, pediste uno de esos vinos costosos de quién sabe qué año y te pregunté si podía probarlo. —Tengo un nudo en la garganta que intento ocultar cuando traslado la mirada a mi padre—. Y tú dijiste que podía probarlo todo... menos a los chicos, claro, porque no tenía edad para ellos aún. —Vuelvo a mirar a Harriet Quinn—. Es mi mejor recuerdo de cuando tenía trece. Esa chica, Gretha, nunca tendrá la posibilidad de tener un recuerdo de los trece si muere a los doce.

Lágrimas se acumulan en los ojos de mi madre. Opta por marcharse, sin decirme nada.

Sabe que tengo razón, pero le duele ser consciente de eso. A mí también me duele. Muchísimo.

Quedamos a solas con papá.

—Creo que alguien necesita un Benabrazo.

Me río, aunque la risa suena estrangulada. Mi padre nota cuánto me afecta y se acerca. Me abraza y, por un momento, me olvido del mundo.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora