CAPÍTULO XXVI.- PAPÁ.

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Las palabras de Kalila las oía por lo bajo, mientras yo me aferraba ante tal dolor, sintiéndome incomprendida, desechada de la sociedad, sin importancia alguna, simplemente un cero a la izquierda. Era la mujer más sobajada entre las demás y admito que siempre preferí que la soledad, fuera mi burbuja preferida para huir de la realidad.

Sabía que ella me protegería de los daños emocionales y sobre todo que evitaría que me volviera a encariñar de cualquier ser capaz de lastimar, ya que todos los seres humanos somos egoístas y nos gusta pensar sólo en nosotros. Obviamente, en nuestro círculo de ambición no existe otro ser más que llamado ¨yo¨, sobre todo si te han roto el corazón.

Desde ahí empiezas a valorarte o simplemente botarte, tratar de cambiar por un ser que ni aun así te valorará, cambiamos por los demás, dejándonos, por un lado, botándonos a la nada por encajar en un grupo social.

—¡Mierda! Cambié una y otra y otra vez para la sociedad, más no para mí. Pensaba en mi interior. mientras pasaban pequeñas escenas de mi vida, donde había cambiado tanto por las personas, por tratar de encajar en un grupo social, botándome una y otra vez.

—Diablos Yelina, ¿cómo has sido capaz de abandonarme a mí misma? —me abracé a mí misma caminando en el oscuro lugar, siendo guiada por una luz esplendorosa al fondo.

Al llegar, aprecié un lindo parque con diversas flores de colores y muchísimos árboles en el ambiente, el aire era fresco y un gran perro husky de ojos azules y pelo blanco, jugaba en el verdoso pasto con una pelota de goma.

Un señor de piel clara, pelo castaño claro con algunas canas pérdidas en él, con un pantalón de vestir came y una camiseta blanca reía desde una banca con su pie cruzado y un periódico en mano, mientras con una de sus manos acomodaba sus lentes para concentrarse de nuevo en la lectura.

Una chica rubia jugaba con el perro, vestía un short de mezclilla, una blusa de corte v amarilla y unos tenis deportivos blancos, su cabello estaba hecho en un chongo greñudo.

—Vamos Tom, alcánzalo. —le aventó la pelota de goma, ella reía ante las acciones del canino.

Yo sentía la felicidad que transmitía el ambiente, podía sentir que era real y todo lo que había ocurrido anteriormente solo era un mal sueño. Solo quería disfrutar de mi padre y del tiempo valioso que él me dedicaba.

Admiraba el paisaje y de la brisa fresca de los árboles, jugaba sin parar con mi mascota, disfrutaba ver reír a mi padre de mis ocurrencias junto a las de Tom. Cuando dos hombres altos fornidos de piel morena con capuchas que cubrían sus caras, se encontraban a espaldas de mi padre, lo tomaron y cuando yo estaba a punto de socorrerlo otro sujeto llegaba tomándome de la cintura. Con una de sus manos me tapaba la boca, así evitando que gritara pidiendo ayuda.

Como podía, trataba de zafarme del sujeto e intentaba gritar y brincar para llamar la atención de la gente que se encontraba dispersa en el lugar e ir en busca de mi padre.

Todo mi esfuerzo era insuficiente, la frustración no tardaba en llegar, la desesperación reinaba y con ella el temor de perder a mi padre, todo mi esfuerzo era en vano. Mire a mi padre con temor en mis ojos y a esos odiosos seres golpeándolo, sacando su dinero y cosas de valor de su cuerpo, para luego ver como uno de ellos sacaba una navaja y lo apuñalaba.

—Padre. —grité con todas mis fuerzas, el momento en que lo apuñalaban se repetía una y otra vez, y cada apuñalada, era una para mí, lloraba y gritaba a la vez.

—¿Cómo han sido capaz? Padre, por favor, espera...espera un poco más. —le hablaba entre lágrimas y sollozos a mi padre, quien ya se encontraba en el suelo temiendo morir.

Los sujetos salieron corriendo del lugar y por fin me soltaron, corrí a toda marcha hacía el hombre moribundo, le sujeté de la cabeza para escuchar sus últimas palabras, mientras que yo, no podía evitar calmar la hemorragia que salía de su pecho.

—hija...perdóname. —decía con voz temblorosa y con una de sus manos acariciaba mi mejilla limpiando las lágrimas que la humedecían. Me miraba con amor y esa mirada la llevo clavada en mi ser. Mi padre siempre fue muy fuerte y nunca demostraba su lado débil para dar seguridad a las personas que amaba.

—No padre, no tengo nada que perdonarte, perdóname tu a mí, por no ser la hija que deseabas tener, por no... —decía entre lágrimas.

—Shhh...hija has sido la mejor. —derramaba lágrimas, mientras tomaba aire cuidadosamente para no lastimarse —has sido perfecta, quiero que sepas que estoy orgulloso de ti. —sonrió de lado, haciendo unas pequeñas muecas de dolor en rostro.

—Papá... —sonreí, tratando de mostrarme fuerte ante él, como él me había enseñado durante toda mi vida.

—Dile a tu madre que siempre la amé y que la amaré eternamente... —suspiró dejando salir suavemente su último respirar y con él una ráfaga del viento, que voló mis cabellos dorados y juntos con ellos algunos pétalos de rosas.

La gente que nos rodeaba nos miraba asustados, mientas los paramédicos habían llegado al lugar.

—Papá. —tomé del rostro al hombre que estaba dormido en mis piernas con manchas de sangre en su camiseta blanca para besarlo en la frente y Tom, lamia la mano de su dueño, como si se hubiera despedido de mi padre. Yo, por lo tanto, lloraba sin cesar, grandes recuerdos comenzaron a pasar por mi mente.

La primera vez que se me había caído un diente, papá me regalo un pequeño ratón de plástico para colocarlo ahí y así, se lo llevará el ratón o el hada de los dientes.

Recuerdo que ese día no podía dormir de la emoción y él se quedó hasta tarde contándome cuentos para luego quedarme dormida en su pecho. Cuando aprendí a nadar, temía meterme a la profundidad del agua para seguirle, pero él, siempre me daba la seguridad de lograrlo todo y aunque él, me hacía sentir una perfecta sirena en el agua, eran siempre sus brazos los que hacían la magia.

Las noches que temía, él siempre acudía a mi cuarto para dormir conmigo, llevando con él cuentos y más cuentos, no importaba lo tarde que era, siempre estaba para su pequeña. No importaba que tan temprano tenía que levantarse, él dedicaba su tiempo a la traviesa.

Entre más recuerdos pasaban por mi memoria, como película sin parar, las emociones ganaban en mi ser, provocando más ira —¡malditos! —grité apuñando mis manos —me quitaron lo que más quería en el mundo. —gritaba una y otra vez.

...

—El recuerdo me ahoga con momentos despreciables, mientras mi mente grita —olvida ya —a cada instante. Su rostro, su voz son cenizas de su ausencia, pues aquel día me arrebataron su presencia, con una mano ocultaron su voz mientras que con la otra apuñalaban su corazón; un sollozo se escuchó en el lugar y unas lágrimas decían en su interior... adiós, querido papá.

...

Y así el recuerdo de aquella tarde se tornaba negro ante mí soledad.


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