II

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Había llegado el día.
El rey lucía una sonrisa de oreja a oreja al ver a su único hijo con el traje tradicional del reino, preparado para ese gran día.

─ Estás muy guapo, Dongpyo. Ojalá tu madre pudiera verte.

Él solo sonrió. No le gustaba pensar en su madre y desenterrar recuerdos dolorosos, ya que aún no había superado su pérdida.
Y sabía que su padre tampoco. Pero él lo veía de otra forma, la recordaba felizmente y pensaba que ahora descansaba en paz. Un pensamiento que le tranquilizaba. Quizá Dongpyo debería hacer lo mismo y verlo de esa forma. Pero simplemente, no podía.

El chico pidió que le dejasen solo hasta el momento de la ceremonia, así que todos, excepto Jinwoo, que también se encontraba allí, se marcharon.

─ ¿Estaría bien huir ahora? ─preguntó con la mirada perdida en la nada.

─ No puedes hacer eso... Tu reino se quedaría sin monarca.

Detestó escuchar aquella respuesta. ¿Por qué su padre tenía que abdicar y dejarle todo a él? No quería gobernar una nación entera. No estaba preparado.

─ No es justo.

─ Es tu destino.

─ No, no lo es. Mi destino es proteger el portal hacia Somnia, nací para eso, nací con esa carga y será la que llevaré toda la vida. No tengo porqué cargar con otra más.

Jinwoo no respondió. Era cierto que siempre, un miembro de familia real del reino se ocupaba de mantener a salvo aquel portal y otro de gobernar, pero en este caso todo había caído sobre los hombros de Dongpyo.
¿Debería contarle la verdad o todavía no?

Llamaron a la puerta, la ceremonia estaba a nada de empezar, todos los dirigentes del reino, invitados y cortesanos se encontraban esperando.

─ Llegó el momento, Dongpyo ─comenzó Jinwoo─, ¿estás preparado?

─ No.

Ignoró la respuesta y agarró del brazo al joven para empezar a arrastrarlo fuera de la habitación.
Junto con varios guardias, se dirigieron hacia la puerta de la sala del trono, donde estaba todo el mundo esperando.
Sonaron las trompetas que anunciaban la presencia del futuro rey y abrieron los portones.

Dongpyo fingió una sonrisa y comenzó a caminar con un gran porte.
Se fijó en que todo estaba excelentemente decorado, demasiado quizá.
Cuando llegó al final del camino se arrodilló y el sumo sacerdote comenzó a hablar.
No le prestaba atención, estaba absorto en sus pensamientos, por lo que aquel gran discurso pasó rápido.
Sin seguir escuchando, sintió como una pesada corona se posicionaba en su cabeza. Supo que ya era el momento de levantarse.
Le dieron para que tomase el cetro real y la espada de la luz, los símbolos del reino desde tiempos inmemoriales.

Tomó cada uno con una mano y se giró hacia el público, por fin había acabado aquella tortura, ya que mentiría si dijera que no había estado nervioso.
Su mente se vio abrumada por los encandalosos aplausos y gritos de la gente que proclamaba larga vida al rey.

Larga vida al rey... Eso era lo que pensaba Yohan escondido por fuera de los muchos ventanales que daban a la sala.
Se colocó la capucha y de una patada rompió el cristal, causando un gran estruendo. Todo el mundo se giró hacia allí.
Rápidamente el asesino disparó la flecha envenenada y seguidamente, saltó por la misma ventana por la que había venido.

Algunos de los presentes se marcharon de allí para buscarlo, mientras que otros se dirigieron hacia Dongpyo. La flecha había impactado en su estómago y estaba tendido en el suelo sobre un charco de sangre que emanaba de su herida.

Lo llevaron rápidamente a su habitación y llamaron a un médico que apareció en seguida.
El dolor que sentía era insoportable. Su piel tornaba a un color púrpura y sus ojos comenzaron a perder aquel brillo tan especial que tenían.
El veneno estaba haciendo su efecto.
El médico no pudo hacer nada, ya que el veneno que había en su cuerpo era mortal de necesidad, aunque si hubiese sido una flecha normal la podría haber curado.
Tras horas buscando algún remedio contrarreloj, Dongpyo murió en una terrible agonía.

Pero una parte de él seguía con vida.

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