Capítulo 44

949 49 22
                                    

*Narrador en tercera persona*

Julia tocó el timbre de aquella casa que tantos buenos momentos le había dado, esperando a que fuera él el que le abriera la puerta. Necesitaba más que nunca sentir sus brazos rodeándola, su voz suave reconfortándola, sus manos acariciando su pelo mientras ella se sentaba en su regazo. Esperó con el incesante movimiento de su pierna, nerviosa. Había pasado por la farmacia antes de ir allí, tenía la necesidad de salir de dudas, de aclarar toda aquella confusión que la rodeaba. Recordaba clara y nítida la cara de la farmacéutica al pedir, sonrojada y en bajito un test de embarazo. La cara de la chica se había vuelto compasiva con ella y al mismo tiempo orgullosa, como si no tener esa clase de problemas a ella le bastara para ser feliz. Había tenido un gesto tan bonito con Julia, como si la compasión de golpe se hubiera convertido en sororidad cuando una señora mayor entró en la farmacia y ella guardó rápido la caja en la bolsa. Julia la miró agradecida. Probablemente la cara de Julia le había suplicado al entrar discreción. Y ella lo había entendido. Caminó con la bolsa pegada a su cuerpo, notando extrañas las miradas de la gente, como si supieran lo que escondía, como si todo aquello fuera un secreto a voces. Cuando llegó a aquella casa no fue capaz de abrir la puerta con sus propias llaves. Como si tuviera la necesidad de ser invitada, harta de sentir que sobraba en todos los lados.
Escuchó sus pasos firmes al otro lado de la puerta dirigirse a ella. El corazón se le aceleró.

—Julia.—Dijo él, como si no esperara que la chica fuera.

—Papá, ¿Puedo pasar?—Dijo tímida ella.

—Claro cariño, ¿Pasa algo?—Preguntó él al ver a su hija sonrojada, intranquila.

—Quería verte, ¿Está mamá?—Preguntó ella asomándose al salón de la casa.

—Está haciendo un recado, dijo que no tardaría mucho.—Dijo Ramón adelantando a la chica y metiéndose en la cocina.—¿Café?—Ofreció Ramón poniendo en marcha la cafetera. Julia reparaba en las paredes de aquella casa. Ella misma había ayudado a su padre hacia cuatro años a pintarlas. Julia había estado muy agobiada con los exámenes de la universidad y apenas tenía tiempo para ella misma. Aunque era una chica muy organizada sentía que la presión de los exámenes la ahogaba, como si su esfuerzo no fuera suficiente, como si todas las horas de estudio no le cundieran para nada. Recordaba estar sentada en la mesa del comedor, tapada con los apuntes desperdigados de Julia. Su padre llegó a casa con dos enormes botes de pintura grisácea y un par de rodillos. Su padre le había dicho que su madre le había pedido que pintara la casa esa semana. Julia se ofreció a echarle una mano y finalmente se acabó convirtiendo en su único pasatiempo. Poco tiempo después descubrió que la madre de Julia nunca tuvo intenciones de pintar la casa de nuevo. Aquél gesto hizo que Julia se viera aún más reflejada en su padre, siendo aún mayores sus ganas de ser algún día como él, todo un referente. Ojalá sus hijos vieran en ella lo que ella veía en su padre.

—Sí, por favor.—Pidió Julia sentándose en una de las sillas.

—¿Qué tal en el centro? ¿Has tenido algún problema?—Preguntó su padre mientras esperaba a que su café estuviera listo.

—No, al final conseguí que las cuentas cuadraran y ya no me bailan los números.—Julia sabía perfectamente a donde quería ir a parar su padre y por primera vez no le importó.

—Me alegro, ¿Y la convivencia con Dave?—Si bien el padre de Julia pecaba de ser un hombre directo, muchas veces le gustaba jugar al descarte, averiguar por medio de preguntas el origen de un problema. Desde que Julia entró por la puerta de su casa sabía que Julia estaba huyendo o por lo menos buscando refugio.

—Muy bien, no tengo ninguna queja, es el compañero perfecto.—Respondió Julia mientras removía su café tras un par de cucharadas de azucar.

Limbo de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora