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Lorcan

Gabrielle tardó un buen rato en dejar de llorar, escondida en mi pecho. Yo no traté de preguntar, ni de separarla de mí. Me limité a acariciar su pelo y su espalda, esperando con paciencia a que se relajase. Hacía tiempo que no veía a nadie llorar con esa desesperación y temí que le hubiera pasado algo realmente grave.

Cuando me pareció que lograba parar de llorar un tanto, sujeté su mano y la llevé hasta mi despacho. Me tomé un momento para servir un par de vasos de whisky y luego volví a guiarla hasta el sofá, para sentarme con ella. Le tendí el vaso y lo cogió con la mano temblorosa, aunque se lo bebió de un trago antes de arrugar la nariz.

—No pongas cara de asco, que es caro —bromeé, para que se relajase un poco, pero, por algún motivo, eso la hizo llorar más—. Era broma, señorita Leblanc.

—Pues no tienes gracia —aseguró, pero me dirigió una mueca parecida a una sonrisa entre tanta lágrima.

—¿Qué ha pasado? —cuestioné entonces, acercando una caja de pañuelos que alguien se empeñaba en que hubiera en mi despacho. Seguramente mi secretaria. Debería preguntarle alguna vez qué se pensaba que hacía allí.

—Nada, no tiene importancia —me dijo.

—¡Venga ya! No he visto llorar tan desesperado a nadie jamás, algo tiene que haberte pasado.

Me quitó mi copa de la mano y le dio un trago más medido esta vez. Yo le dejé hacer, porque me pareció que lo necesitaba para relajarse un poco.

—Según Gus, tengo alma de artista y siento con demasiada intensidad... Supongo que es eso. Dios, te he manchado de lágrimas, lo siento mucho. —Me intentó secar con un pañuelo, pero yo detuve sus manos. Lo que menos me importaba en ese momento era la corbata.

—Gabrielle, ¿qué demonios te ha pasado?

Me miró un momento, con los ojos castaños muy abiertos. Parecía sorprendida por mi forma de hablar, pero tenía los ojos llenos de lágrimas aún, así que perdió bastante efecto. Además, me percaté en ese momento de que tenía un arañazo en la mejilla que había tratado de ocultar con maquillaje que ahora formaba churretones.

—He tenido problemas en casa, pero no quiero hablar de ello. Será mejor que vuelva a trabajar.

—Quédate un minuto, relájate —pedí, levantándome del sofá para apagar mi ordenador.

Había estado trabajando, hasta que la había oído sollozar. Me había dado un susto de muerte pensar que alguien podía haberse hecho daño. Mucho, a juzgar por el tono de su llanto.

Cerré el documento abierto y apagué el portátil. Si no había podido concentrarme durante más de un mes solo por haberla disgustado, ahora que la había visto así, no podría concentrarme en un año si no veía que sonreía de nuevo. Yo debía ser idiota del todo.

—Deberías tomarte el resto del día libre —sugerí, porque estaba claro que no estaba para trabajar.

—No puedo, me lo descontarán del sueldo.

—Bueno, no puedes irte, pero no hace falta que trabajes, no me chivaré.

Me miró con una sonrisa muy pequeña, casi incrédula, que me hizo tragar saliva, ligeramente nervioso. Y la cancioncilla de Aysha sobre el árbol volvió a mi cabeza. En menudo momento había decidido desahogarme con mi cuñada. Cerré la tapa del portátil, para dejar de mirarla y vi las entradas que me había dejado uno de mis mejores clientes, que parecía quererme hacer la pelota para que le hiciera una rebaja.

—No me creo que tú, Lorcan Millerfort, me sugieras saltarme las reglas...

—¿Y qué crees de mí? —resoplé—. Soy trabajador, no idiota. Soy muy capaz de saltarme reglas y horarios.

Cuando robes un zapato - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora