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Lorcan

No necesité que me dijera dónde estábamos, en cuanto empezó a dar vueltas por un aparcamiento atestado y la música chillona y repetitiva llenó el ambiente, acompañado de luces brillantes y parpadeantes, supe que era una feria.

Nunca había estado en una, la verdad. En una ocasión, mi madre adoptiva me había querido llevar, junto a William. Yo le pedí un informe detallado de qué era aquello. Y cuando habló emocionada de la comida basura, la música, las luces, el atestamiento de gente y las atracciones, decidí quedarme en casa. Pasé la tarde sentado delante de la chimenea, con la cabeza sobre el costado de mi perro Pepper, leyendo de matemáticas.

William volvió emocionado con un montón de juguetes que quiso compartir conmigo y que yo ignoré. Durante semanas se puso tan pesado hablando de aquello, que optaba por salir de la habitación cada vez que él entraba. Al final, acabamos dándonos de puñetazos, yo para callarle, él porque decía que era un envidioso.

Y quizá sí que sentía una punzadita de celos por ello. Pero es que me molestaba mucho que William no tuviera que esforzarse por no parecerse a su madre, porque ella era perfecta.

Su madre nos separó, después de que Pepper estuviera a punto de morder a William, como siempre que nos peleábamos. Nunca le mordía de verdad, pero asustaba bastante. Era un perro grande y cuando enseñaba los dientes, a veces me asustaba hasta a mí, pese a que me mimaba como si entendiera que debíamos protegernos mutuamente.

Después de eso, Will no volvió a mencionar la dichosa feria, aunque volvieron al año siguiente, y yo volví a negarme. Y el siguiente, y el siguiente. Yo no fui nunca y él no me dio más detalles.

—¿Acaso tienes cinco años? —pregunté a Gabrielle cuando consiguió meter el horrible y viejo Escarabajo en un hueco libre.

—De pequeña una vez, le pedí a mi padre que me trajese a una feria. Él me prometió que vendríamos y luego se emborrachó tanto, que se durmió. Yo ya estaba vestida para venir y me quedé horas sentada junto a la puerta esperando. A mi madrastra nunca jamás le interesó algo tan poco digno. Así que fue casi lo primero que hice al independizarme —me explicó, con tanta simpleza y sin dolor...

Me pregunté si alguna vez yo podría pensar en mi familia sin que doliese horriblemente.

Pensar en mis padres biológicos siempre me provocaba congoja, soledad... Y pensar en mi madre adoptiva siempre me llevaba a su injusta muerte... Lo que hacía que me doliese el pecho. En definitiva, trataba de no perderme en el pasado, aunque, en ocasiones, era difícil.

Bajé del coche y estuve a punto de meterme en un charco de barro. Quise quejarme, pero cuando miré a Gabrielle me di cuenta de que sonreía de oreja a oreja y me limité a morderme el carrillo para no hacerlo. Supuse que podría soportar un rato aquel horror, después de todo, ella no se había quejado en la ópera y había intentado disfrutar.

—Me muero de hambre —me dijo, acercándose a mí y colgándose de mi brazo, como si fuera lo más normal del mundo, para caminar la gran distancia que nos separaba de la feria.

Aquello estaba hasta arriba de coches y tuve que tirarme un poco de la corbata al pensar como estaría la propia feria de gente. Sin embargo, el peso de Gabrielle sujeta a mi brazo, me relajó un tanto. Pese a que olía a comida y algo dulzón, detecté el característico olor de ella a flores y pintura.

—¿Quieres que comamos ahí? —pregunté al darme cuenta.

La feria estaba en medio de la nada, rodeada del inmenso aparcamiento. Estaba seguro de que no habría restaurantes cerca. Ella dirigió su vista hacia mí, divertida. Yo solo pude mirarla horrorizado, pese a que logró que el corazón me latiera con cierta fuerza en el pecho. Me dije que aquello era culpa del lugar y no de ella, pero no podía negar que Gabrielle me atraía de cierta forma.

Cuando robes un zapato - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora