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Lorcan

Descubrí, para mi sorpresa, que era muy bueno con los juegos de puntería, del estilo de tirar aros y cosas así. Según Gabrielle estaban trucados, pero claro, ella no había dado una. Yo le dejé elegir un peluche que al parecer había ganado por explotar globos con un dardo y ella cogió una especie de mono de colores horrible, que ahora llevaba colgado del cuello.

—¿Cuánto dura esta tortura? —le pregunté, cuando de alguna forma acabamos metidos contra la corriente de gente y nos chocamos con una mujer, sus tres perros, que nos liaron entre sus correas, y un carrito de bebé.

Sin embargo, no me escuchó, porque se agachó a acariciar a los animales como si fuera lo más normal del mundo. Uno de ellos, enorme, se puso de pie para llamar mi atención, apoyando las patas en mi estómago. Y no puede evitar pasar las manos por la cabeza peluda.

Después de la muerte de Pepper me convencí de que no me gustaban los perros, pero tenían algo que me llamaba y no podía evitarlo. Así que fue la dueña la que tuvo que separarlos de nosotros.

—¿Estás sonriendo por un perro? —preguntó Gabrielle burlona.

Pero un brillo que ya empezaba a conocer muy bien acudió a sus ojos. Yo me limité a poner los míos en blanco y tirar de su mano para salir un poco de entre la gente. Estaba buscando la forma de volver «sutilmente» al coche (y cuando llegásemos, pues le diría algo así como: «ya que estamos...»), cuando la oí dar un gritito de emoción.

—¡Una adivina! —me dijo.

—Yo adivino que quiere sacarnos la pasta. ¿No creerás en eso? —dudé.

—No, no claro. Pero no perdemos nada...

Tiró de mi mano antes de que pudiera escaparme y me obligó a entrar en la barraca que apestaba tanto a incienso que me mareó un poco. Además, tuve que apartar telas con las manos para poderme mover por el angustioso espacio que, para colmo, era pequeño y sofocante. Allí hacía al menos diez grados más que fuera.

—Sentaos —nos ordenó la adivina, barajando cartas enormes.

Era una vieja con un traje de colores y una serie de monedas colgando de este y del pañuelo de su cabeza, que repiqueteaban con cada movimiento. Gabrielle me obligó a sentarme con ella.

—Coge tres —me pidió, acercándome el montón de cartas.

—Déjalo, yo valoro más mi dinero que mi futuro —me burlé sin interés.

Sin embargo, ella tiró de mi mano tan fuerte que no me quedó más remedio que dejar que la viese. Vaya con la vieja enclenque. Sentía todos los huesos y el millar de arrugas de su mano y, aun así, me aferraba la mano con la fuerza de un gato hidráulico.

—Ya veo —me dijo.

—Yo también, pero así no puedo llegar a la cartera... —Volví a reírme.

—Te gusta aparentar, ¿verdad?

—¿Te has dado cuenta porque soy la única persona, entre el millón de fuera, que lleva traje?

—También te gusta pensar que estar solo es una elección, pero siempre has estado así. No encajabas en casa, ni en el colegio... —Traté de soltarme una vez más.

—Creía que esto era de ver el futuro, el pasado ya lo conozco yo...

—El futuro dependerá de ti... Al final sí que será tu elección. Podrás elegir estar solo, o algo peor que solo... —Clavó en mí sus ojos ligeramente blanquecinos y esta vez me solté de un tirón—. O podrás aceptar que lo que sientes es real y que no todas son como ella.

Cuando robes un zapato - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora