Sobre el agua - Guy de Maupassant

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El verano pasado había alquilado una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que desde luego era el tipo más raro que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente muera en la botadura final.

Una noche, mientras paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Entonces el buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió locuaz, casi poeta. Tenía en el corazón una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.

-¡Ay! -me dijo-, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve fluir ahí cerca de nosotros! Ustedes, los habitantes de las calles, no saben lo que es un río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él es la cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al cruzar un cementerio: y en efecto es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

«Para el pescador la tierra tiene límites, pero en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marinero no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malo, es verdad, pero grita, aúlla: el mar abierto es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y el eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.

«Ciertos soñadores pretenden que el mar esconde en su seno inmensos países azulados, donde los ahogados ruedan entre los grandes peces, en mitad de extraños bosques y en cuevas de cristal. El río sólo tiene profundidades negras en cuyo limo nos pudrimos. Sin embargo, es bello cuando brilla al sol que se levanta y cuando chapotea suavemente entre sus orillas llenas de cañas que murmuran.

«Un poeta, hablando del Océano, dijo:

¡Oh, mares, cuántas lúgubres historias conocen! Mares profundos, temidos por las madres arrodilladas Historias que se cuentan cuando suben las mareas Y es lo que les da las voces desesperadas Que tienen, a la noche, cuando vienen hacia nosotros.

«Pues bien, creo que las historias cuchicheadas por las finas cañas, con sus vocecitas tan dulces, deben de ser aún más siniestras que los dramas tétricos contados por los aullidos de las olas.

«Pero ya que me pregunta por algunos de mis recuerdos, le voy a contar una aventura singular que me ocurrió aquí, hace unos diez años.

«Vivía, como hoy, en la casa de la madre Lafon, y uno de mis mejores amigos, Louis Bernet, que ahora ha renunciado al canotaje, a sus pompas y a su desaliño para entrar en el Consejo de Estado, estaba instalado en el pueblo de C…, dos leguas más abajo. Cenábamos todos los días juntos, unas veces en su casa, otras en la mía.

«Una noche, cuando volvía solo y bastante cansado, arrastrando penosamente mi gran barco, un océano de doce pies que utilizaba siempre de noche, me paré unos segundos para recobrar aliento cerca de la punta de las cañas, allí, unos doscientos metros antes del puente del ferrocarril. Hacía un tiempo magnífico; la luna resplandecía, el río brillaba, la noche era suave, sin viento. Aquella tranquilidad me tentó; pensé que sería muy agradable fumar una pipa en aquel lugar. La acción siguió al pensamiento; cogí el ancla y la tiré al río.

«El bote, que volvía a bajar con la corriente, corrió su cadena hasta el final, y se paró; me senté atrás en mi piel de borrego, tan cómodamente como me fue posible. No se oía nada, absolutamente nada: tan sólo a veces me parecía percibir un pequeño chapoteo casi insensible del agua contra la orilla, y veía unos grupos de cañas más altas que tomaban aspectos sorprendentes y parecían agitarse por momentos.

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