CAPITULO III

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El velorio fue corto y absurdo. Lleno de parientes lejanos, amigos remotos isimple desconocidos todos pretendiendo estar muy tristes algunos lográndolo, otros no tanto.Yo me contaba entre estos últimos. Supongo que internamente estaba muy triste pero no derramé ni una lágrima (sin embargo en realidad no creo haber estado triste en ese momento, la tristeza es un sentimiento demasiado romántico para describir lo que sentía). Nunca fui de llorar, no recuerdo haber llorado mucho en mi vida y no lloré en los días posteriores a la muerte de mi viejo.En el velorio, la gente se extrañaba al notarlo y ponía su mano en mi hombro, como para ayudarme a soltar las lágrimas, una especie de empujoncito, con cara de decir "dale, llorá de una vez".Pero no les di el gusto. Me hubiese encantado, pero no pude. Con sólo llorar un poco hubiera dejado a todos conformes, comportándome como un buen hijo que extraña su padre, pero no pude.

Espectáculos extraño, los velorios, no hay duda. Me sentía como un mal actor que no logra conformar a su público.Finalmente pude, al menos, esbozar un par de pucheros con cejas en expresión de pobrecito, con lo que logré que me dejaran en paz.

Mi hermano (tiene ocho años) jugaba en un rincón con un auto de carreras verde, como si nada hubiera pasado, cómo si estuvieramos en la fiesta de cumpleaños de alguna tía vieja u otra de esas celebraciones de adultos sin sentido para él. Pero el premio al comportamiento erraticó e impredecible en un velorio se lo llevaba mi madre.Si en un minuto estaba llorando desconsolada como la protagonista de una tenelovela, al siguiente se reía vaya a saber uno de qué, o se quejaba furibunda del servicio de la funeraria. Cada tanto contaba todos los presentes y,si no me equivoco, hasta hizo una lista con los nombres de cada uno.

Fue un día raro, muy raro. Sin embargo, no me preparó para lo que vendría después.

En la Línea RectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora