Sucedió un atardecer. Había estado lloviendo todo el día y e los últimos momentos de luz el clima dio un respiro. Caminaba lento, sin apuro, pensando en nada, bastante tranquilo. Las caras que cruzaban en la calle no me pesaban como aquella vez que me desmayé, sino todo lo contrario: quizás por la luz del atardecer, todas las bocas parecían sonreír, todos los ojos brillar, todas las manos abiertas y relajadas. Estaba yendo a tomar el colectivo para volver a mi casa y entonces algo llamó mi atención. Era un chico, no tendría más de doce años. Tocaba la guitarra española, el estuche estaba abierto a sus pies para quién quisiera dejar alguna moneda. Me acerqué, casi sin poder evitarlo. El chico no me miró, porque no miraba a los transeúntes, ni siquiera a aquellos que le dejaban monedas: estaba demasiado concentrado en su guitarra. Como hipnotizaba, lo que llamaba mi atención, lo que me impedía seguir caminando, no era el chico ni la guitarra ni la imagen: era la música. Una melodía triste, delicada, tocada sin apuro, de arpegios, acordes y pequeños punteos, una melodía que no conocía, que si aún no conozco, pero recuerdo. Y la sentí. Sentí la tristeza que expresaba. La melancolía. La esperanza. Quizás la alegría escondida en algún acorde. Y me pareció hermosa.
El chico levanto los ojos y me miro. Lo mire, duro, sin mover un músculo, escuchando con todo el cuerpo. Y entonces el me sonrió. Y yo también. Busqué en mi bolsillo y le deje una moneda. Móvil la cabeza agradeciendo, aunque era yo el que tenía más para agradecer. En ese atardecer, en esa guitarra, en ese chico, la música había vuelto.
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En la Línea Recta
Teen Fiction¿Las cosas pasan sin sentido, sin tener que ver una con la otra? ¿La vida es una sucesión de puntos sueltos? ¿O esos puntos sueltos forman una línea? ¿O existe una extraña línea recta que une a mi padre con la música, con el Kung Fu, con el trencito...