CAPÍTULO XXVII

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El martes Diego trajo a cada una invitación para su primer torneo de Kung Fu. Mi madre y yo no entendíamos nada ¿Torneo de Kung Fu? ¡Pero sí tiene ocho años! Al parecer su profesor le vio condiciones y lo anotó. Dice que es el más avanzado de su clase. El torneo se realizo el sábado siguiente en un club de barrio, más específicamente en la cancha de basquet arreglada para la pasión con algunas colchonetas. En una mesa sé ubicaba el jurado, formado por dos maestros occidentales y un viejito oriental, que tenía una llamativa camisa de seda. En las gradas nos situaron a los familiares de los chicos participantes, compañeros y curiosos varios. Mi madre y yo nos sentamos en el sector destinado al dojo (así se llaman las escuelas de Kung Fu) de mi hermano. Pudimos estar con él hasta una media hora a es de empezar el evento, y mi madre aprovechó para besarlo en todo su rostro, no sé si creyendo que sus besos poseían algún tipo de protección mágica o que esa era la última oportunidad que iba a tener de ver su carita tal cual era.Luego comenzó una demostración donde los estudiantes realizaron las formas que habían aprendido durante el año. De cómo ejecutarán esas formas dependía, al parecer, la posibilidad de pasar al siguiente cinturón. A mi hermano le tocó con otros chicos de sí edad. Fue divertido verlo realizar todas esas representaciones que incluían patadas, ademanes de puños y extraños movimientos. Al tratarse de niños, la imagen despertaba más ternura que temor o amenaza. Un chico pelirrojo y pecoso, que se encontraba al lado de mi hermano, no paraba de equivocarse y i cuando todos giraban a la derecha, él lo hacía a la izquierda, cuando era el momento de una patada el levantaba su puñito, no paraba de mirar hacia todos los lados tratando de seguir a sus compañeros y en más de una oportunidad estuvo a punto de caerse. En cuanto a Diego, hay que decir que lo hizo bastante bien. Con el ceño fruncido y la boca semiabierta, gesto que en él delata gran concentración, ejecutó cada uno de los movimientos en el momento justo y de la forma correcta. Cuando terminaron se retiraron, luego de saludar uniendo los puños y haciendo una pequeña inclinación, y después hubo que sir portar ver a muchos otros chicos realizando demostraciones similares. A todos los familiares les pasaba lo mismo que a mi madre y a mí: esperábamos ansiosos que salieran a escena sus hijos, hermanos o sobrinos a los que aplaudían con entusiasmo mientras sacaban cientos de fotos. Luego se resignaban a ver lo que hacia. Un montón de desconocidos tratando de no quedarse dormido por el aburrimiento, ya que el espectáculo no era muy divertido. Después de un par de horas de suplicio comenzaron los combates. Ahí se puso un poco más interesante. En general las peleas eran "light", igual cada tanto alguien recibía algún golpe fuerte, lo que hacia que mi madre se llevara las manos a la cabeza, imaginando lo que le pasaría a su hijito. En un momento, un chico muy gordo le pegó tal parada a otro flaquito que le provocó la salida de un feroz chorro de sangre de su nariz, por lo que hubo que detener la pelea. A medida que pasaban los combates, yo también me iba poniendo nervioso. ¿Estaba Diego preparado para esto? ¿Y si le daban una paliza? ¿Si algo salía mal y lo lastimaban seriamente? No es tan loco pensar que cada tanto alguien debe quebrarse un brazo o quedar con un ojo en compota. ¡Y mi hermanito es muy chiquito para eso! De sólo pensar en su bracito quebrado se me ponía la piel de gallina, pero trataba de mostrarme fuerte para contrarrestar el miedo de mi madre y dar confianza a Diego, quien parecía no necesitarla porque se lo veía muy tranquilo conversando con sus compañeros. Al fin tocó su turno. Con el traje blanco que le quedaba un poco grande y el cinturón del mismo cuando peleó, ese muñequito de torta de cumpleaños. Pero cuando peleó, ese muñequito se convirtió en una verdadera fiera Apenas empezar nomás, tiraba patadas y abría los ojos como un loco. Su contrincante, un chico más grandote, de por lo menos diez años, tenía que retroceder a cada rato, no podía ejecutar ningún movimiento y se dedicaba a detener la furia descontrolada de Diego. Mi madre con los ojos cerrados, apretaba mi mano convirtiendo mis dedos en un manojo de carne apelmazada, y yo, concentrado en una súplica constante por la vida de mi hermano, no podía articular palabra. Diego seguía peleando sin parar, aunque el otro le pegó una patada que casi lo tira al piso y tenía más hinchada entre el público. Cuando el árbitro dio por terminada la pelea, el jurado determino un empate. Si el veredicto fue justo o no, no puedo decirlo. El otro chico tenía más técnica y más conocimiento de la materia, pero nadie puede negar que Diego puedo muchas más garra. Quizás por eso, cuando el evento terminó y se repartieron los premios entre los ganadores, decidieron darle a Diego un premio al mérito, un trofeo que mi hermano alzo serio mientras el público aplaudía, al menos así me parecía a mi, más fuerte de lo que había aplaudido a ningún otro participante.

Tranquilos y contentos los tres, fuimos a festejar a una pizzería. Perdimos una grande de muzzarella, brindamos y nos reímos como hacia tiempo, mucho tiempo, no lo hacíamos. En ningún momento Diego soltó el trofeo y sé las arregló para comer pizza, tomar gaseosa, gesticular mucho y sostenerlo con su manitos. Obviamente el trofeo terminó todo engrasado.

En la Línea RectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora