XII: Tártaros

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Las manos se envolvieron alrededor de su cuello antes de que se diera cuenta, su cuerpo fue estampado contra la piedra con tanta fuerza que su cabeza golpeó y rebotó contra esta, por un momento haciendo su visión tambalear ante el dolor, pero con o sin este su atención se fijó en los ojos bicolores enfurecidos de aquella persona que lo ahorcaba. 

Si, se había esperado esa reacción. Y realmente no importaba, si Shouto lo ahorcaba hasta la muerte o no, esta no vendría por él. 

—¿Qué demonios creíste que hacías...? —siseó, los dedos enterrándose en la piel del Nigromante, el aire era cortado—. ¿Te pedí que te involucraras?

Sus manos se envolvieron alrededor de las muñecas del bicolor, presionó constantemente para alejar los dedos de su cuello, pero sabía que no importaba la magia o cuanto se esforzara por quitárselo de encima, no podría. 

Cuanto detestaba que la maldición hiciera aflorar la esencia más bestial de los hombres, incluso haciéndoles olvidar la propia fuerza que inconscientemente reprimía.   

—La cueva se iba a derrumbar —respondió con la mirada azulina firme y aburrida—. ¿Querías que te dejara ahí, y así tú y tu rubio escandaloso muriesen aplastados? 

Ante esa sola pasada posibilidad, el agarre se aflojó. Dabi vio la duda en los ojos ajenos. 

—No, pero no tenías que conjurar una muralla de hielo que lo atacara... 

—Si, tenía qué. El chico te seguiría y no quieres eso —Poco a poco las manos se alejaron—. Si tanto te preocupa, ve y regresa por él. 

Su cuello fue apresado con mucha más fuerza. El aire le fue negado de golpe, haciéndole toser, pero aun así mantuvo la mirada abierta, posada fija en los ojos desiguales que no transmitían nada más que inestabilidad. 

La duda, la confusión, la angustia y la decepción reflejadas en los iris. El tenue color del arrepentimiento, del dolor que le producía actuar bajo los impulsos de la maldición más que por su propia razón, empujándolo a mancharse las manos de sangre como nunca deseó, alejándose del sol, intentando asesinar a su hermano mayor, quien siempre intentó protegerlo.

Lo odiaba, odiaba profundamente la oscuridad que se arremolinaba a su alrededor y que entraba por cada uno de sus poros. Se sentía decepcionado consigo mismo por ser tan débil ante la magia negra, por no poder mantener la razón. Se odiaba porque escuchó la exclamación de dolor de Katsuki, escuchó perfectamente el hielo atravesando su piel y no regresó para ayudarlo. 

Ni siquiera sabía si estaba bien. Sabía que Midoriya llegó en el momento preciso para sacarlo de ahí, pero si estaba vivo o no... No, no podía soportarlo. No podía soportar la idea de perderlo.

Nada tenía sentido si lo perdía. 

Las manos cayeron. Con la cabeza baja, los ojos siendo cubiertos por el flequillo bicolor, retrocedió. Lentamente, sin decir nada, intentando ocultar la decepción que sentía, pero la piedra que cubría la mitad izquierda de su cuerpo era la señal suficiente con la cual el Nigromante podía comprender su estado de animo. Una muralla entre Shouto y el mundo, su propio cuerpo se había transformado en su prisión. 

—Escucha, hermano bebé —llamó, sin esperar que los ojos ajenos se posaran sobre él—. Si piensas que estoy enfadado porque me ahorcaste, no es así. Tengo un pacto con un demonio poderoso, así que ningún ser humano puede matarme. 

No esperaba una respuesta de su parte, o una palabra, pero estas llegaron como una pregunta tímida y silenciosa. 

—¿Por qué harías algo así...? 

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