I: Luna

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Cuando llegó a Mesarthim al amanecer, inmediatamente llamó la atención de los aldeanos.

Los campesinos que se topaba en su camino hacia el palacio no lo saludaron como antaño. No, con temor bajaban la cabeza cuando caminaba frente a ellos, se disculpaban si se entrometían en el camino del príncipe sin querer hacerlo, y hacían todo lo posible para no mirarlo a los ojos, excusándose y corriendo hacia sus hogares a esconderse de él. 

¿Qué estaba sucediendo? Se preguntó. A pesar de ser hijo del terrible Rey de Mesarthim, los aldeanos jamás temieron de Shouto. Es más, veían al príncipe como la luz de esperanza para un mejor futuro, confiaban en que cuando él ascendiera al trono, la vida de los más pobres mejoraría y aquella esperanza los hacía tratar con tanta amabilidad y cariño al príncipe heredero. 

 Entonces, ¿por qué ahora actuaban como si le temieran? ¿Cómo si él fuese a hacerles daño? 

Mientras más caminaba, Shouto notó muchos detalles de su reino que jamás le preocuparon. Notó la delgadez de los campesinos, sus ropas sucias, sus rostros cansados y avejentados más de lo normal por el arduo trabajo diario al que eran sometidos o que realizaban sin otra opción para mantenerse vivos y a su familia. Las manos callosas, los pies descalzos y la falta de dientes. Los niños desnutridos, las madres temerosas. Aquellas que acaban de parir parecían no producir leche para sus hijos a causa de la falta de alimento.

Las casas polvorientas, pobres, la madera pudriéndose poco a poco, amenazando con caer en cualquier momento, con derrumbarse ante la primera gota de lluvia o con el primer copo de nieve más amable que descendía del cielo gris. El frío del invierno internándose en los hogares y la muerte llevándose a todo aquel que no pudiera soportar las heladas; ancianos y niños eran los favoritos del ángel. 

El bicolor escuchó el llanto de un infante. A un costado del camino, escondido entre la separación de dos chozas, una muchacha mecía a su hijo, temerosa, pidiéndole al bebé que dejase de llorar, y mascullando que debía callar ante el príncipe o algo malo les sucedería.

Shouto sintió que el corazón se le apretaba. Sintió angustia ante aquella escena, ante el temor que los ojos de los aldeanos transmitían. La forma en que estaban atentos a sus pasos, a su expresión, atentos a una reacción violenta de su parte. 

Pero, Shouto jamás lo haría. Jamás podría hacerles daño.

Siguió caminando, en el siguiente trayecto que debía recorrer, aquel que lo llevaba al centro del reino donde la mayoría de la nobleza se acomodaba; un sirviente real lo esperaba junto a una tropa de guardias del palacio. Era un hombre de cabello rubio, de un poco más de 22 años. Era el sirviente personal de su padre, el consejero que siempre estaba junto al Rey desde que Shouto tenía nueve años. Jamás se separaba de Enji, iba a donde él iba. Le servía fielmente en todo momento.

Y Shouto sabía que también se acostaba con su padre. La concubina personal del Rey. 

— Mi príncipe, bienvenido de vuelta —saludó el rubio, inclinándose ante el joven. 

—Hawks. 

El rubio le sonrió. Shouto no conocía su verdadero nombre, tan solo conocía aquel apodo suyo, su nombre clave.

—La noticia de su regreso se esparció rápidamente por el reino—dijo Hawks, extendiendo su mano—. Su padre esta emocionado por su llegada, me ordenó recibirlo. Así que, si me permite, lo guiaré de vuelta al palacio.

Shouto miró al hombre de pies a cabeza, despectivamente al igual que lo hacía Katsuki con todas aquellas personas con las cuales no deseaba relacionarse. No sabía, ni se dio cuenta, de que había adquirido algunos gestos de su precioso rubio. Instintivamente se tocó el bolsillo del pantalón, ahí donde llevaba el arete que Katsuki le dio antes de partir. La promesa de un futuro juntos.

Donde nadie nos encuentre © | TDBK |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora