Capítulo 1: Isabel

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Isabel cerró sus ojos color esmeralda y se reclinó sobre la barandilla del barco

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Isabel cerró sus ojos color esmeralda y se reclinó sobre la barandilla del barco. La fresca brisa salada arremolinaba su cabello del color de la noche y le recordaba que pronto perdería su libertad. Aunque lo cierto era que nunca había sido completamente libre.

Una profunda melancolía se apoderaba de su alma y si hubiera sido como cualquier otra joven de su edad, se hubiese dado el lujo de permitirse llorar. Sin embargo, Isabel nunca lloraba, ni siquiera lejos de la mirada severa de su padre.

Negó con la cabeza. Una parte en su interior siempre lo había sabido, llegaría el día en el que la casarían con algún miembro de una familia poderosa. Aun así, se había esforzado mucho en demostrarle a sus padres que era tan fuerte y lista como podían llegar a ser sus primos Sebastián y Diego. Si hubiese nacido hombre, sin dudas, sería el orgullo de su familia. Incluso se había encargado de administrar la estancia y de mantener a raya a los negros de los cultivos durante las frecuentes ausencias de su progenitor. Por desgracia, todos sus esfuerzos habían sido en vano.

Cuando falleciera Antonio Pérez Esnaola, y al carecer este de una estirpe masculina que heredara su campiña, posiblemente la administración quedaría en manos de alguno de los primos de Isabel, casi con seguridad de Diego, ya que Sebastián no tenía madera de patrón. A sus dieciséis años, el mayor de los muchachos había demostrado no tener ningún tipo de habilidad más allá de provocar los suspiros y de levantar las faldas de las jovencitas del pueblo.

No era justo que Isabel tuviese que ser exiliada a las colonias de la Corona, si era Sebastián quien hacía peligrar el honor de su familia y no ella. Una dama de su alcurnia no contradeciría las decisiones de su señor padre, pero le había sugerido que quizás casar a alguna de sus hermanas con la familia Páez sería más sensato. Las malas lenguas comentaban que Amanda salía a cabalgar de noche sin la compañía de las criadas y su madre había encontrado algunas cartas que vaya uno a saber quién le enviaba a la pequeña Sofía, que con tan solo catorce años ya atraía las miradas de los hombres de su congregación.

Por supuesto que sus sugerencias no fueron escuchadas, pues ella era la mayor de las tres y tendría que ser la primera en abandonar la estancia que la vio crecer. Con diecinueve años, ya no podía seguir posponiendo lo inevitable. Sus palabras tan solo habían conseguido despertar la ira de su padre por criticar a sus hermanas y se había visto confinada a su habitación para ocultar la marca púrpura de la vergüenza que contrastaba con la palidez de su rostro.

—Yo tampoco podría dormir si mañana fuera a conocer a mi prometido... —la voz soñadora de Sofía sacó a Isabel de sus pensamientos.

—Sofi, es tarde. Deberías estar en la cama —replicó y su voz sonó más alta de lo que hubiese deseado.

Sofía tenía el cabello dorado y los ojos del mismo tono azul violáceo que los de su madre. Las joyas y las telas eran su debilidad y le gustaba leer a escondidas novelas románticas. Isabel la había descubierto en una ocasión espiando a sus primos mientras nadaban en el lago, por supuesto que no la había delatado. Aunque se jactaba de hacer siempre lo correcto, la joven tenía cierta debilidad por su hermana favorita y sus travesuras no lastimaban a nadie.

—Roberto Páez, Roberto Páez... —canturreó Sofía con picardía—. ¿Cómo crees que sea?

—Escuché que es tan rico como papá y el tío Óscar juntos —dijo Isabel encogiéndose de hombros.

—No me refiero a eso. ¿Crees que sea guapo?

—No lo sé, Sofía. No me preocupan esas cosas como a ti.

El rostro de la más pequeña de las Pérez Esnaola se tiñó de desconfianza.

—No te creo. Yo huiría de casa si papá me comprometiera con un viejo.

—Bueno, creo que por fortuna, en algo la suerte se puso de mi lado. Mi futuro esposo tiene tan solo veintiséis años y desde hace cinco años que él y su hermano menor son terratenientes en el virreinato del Río de la Plata.

—¿Cuántos años tiene su hermano? ¿Es soltero?—interrogó Sofía enseguida, acomodando uno de sus bucles detrás de su oreja.

—Creo que Esteban tiene veinte. ¿Por qué el repentino interés?

Pese a la oscuridad, la pálida luz de la luna delató que sus mejillas se habían teñido de un rosa suave.

—Bueno, si de mí dependiera me gustaría que fuésemos hermanas-cuñadas, porque de esa forma me podría quedar contigo en las colonias y no tendría que regresar sola a España —explicó Sofía con la mirada perdida en la oscuridad de la noche.

—No seas tonta, Sofía. Tú no estarás sola, es a mí a quien entregan a otra familia. Tú seguirás con nuestros padres muchos años más. A decir verdad, incluso dudo que estén pensando en casar a Amanda pronto.

—Vale, pero es que te echaré mucho de menos —reconoció algo triste la pequeña.

Las hermanas regresaron a su camarote intentando no hacer ruido para no despertar a Amanda quien se había sumergido en un profundo sueño a pesar de las náuseas que le producían los movimientos del barco. Las esperaría un largo día en aquellas tierras lejanas de las que solo habían escuchado relatos que rozaban lo fantástico.

 Las esperaría un largo día en aquellas tierras lejanas de las que solo habían escuchado relatos que rozaban lo fantástico

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