Capítulo 8: Amanda

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La sala estaba abarrotada de personas que bailaban, hablaban y bebían, pero Amanda se sentía profundamente sola en medio de la multitud. A su lado se encontraba Sofía que fingía escuchar a María, la hija menor del dueño de la casa. La niña, de unos once años, había perdido a su madre por una enfermedad repentina. Se quejaba de su insoportable madrastra que era un poco mayor que ella. Sofía no prestaba atención a la conversación y lanzaba miradas furtivas a Pablo Ferreira que estaba bailando con una muchacha muy guapa.

Amanda buscó a su familia entre la multitud. Sus padres, sus tíos e Isabel conversaban con Juan Bustamante que tenía una copa en la mano y las mejillas enrojecidas. Casi con seguridad estarían platicando sobre negocios, política o asuntos de la campiña. Amanda prefería mantenerse al margen de ese tipo de charlas.

Distinguió a Diego jugando un partido de cartas con un grupo de muchachos de su edad y parecían muy entretenidos. Amanda suspiró aburrida mientras se preguntaba cuánto tiempo más debería permanecer allí antes de que pudiera regresar a La Rosa. Quizás, si hubiese llevado sus materiales de dibujo, podría haberse sentado alejada de las miradas curiosas e inmortalizado la esencia de la reunión.

Todos los presentes estaban tan preocupados por intentar sobresalir entre los demás asistentes que ella fue la única en notar que Sebastián había regresado a la reunión tras una ausencia considerable. Pocos minutos después ingresó en la sala la anfitriona. Su andar delataba, que al igual que su esposo, había bebido de más. Sin embargo, no había estado bebiendo con él precisamente. Aunque guardando una distancia prudente, Sebastián y ella no dejaban de mirarse.

Amanda se puso de pie y cruzó la habitación hasta llegar a Sebastián. Era posible que nadie se hubiera dado cuenta de su arriesgada jugada, pero si no tenía un poco de cuidado acabarían por descubrirlo.

La cercanía de su prima obligó al muchacho a apartar la vista de la sensual anfitriona que había interrumpido el baile de Pablo Ferreira al arrastrar del brazo a su compañera. Ese movimiento no pasó desapercibido y generó que un murmullo, similar al agua que corre en un arroyo, se extendiera por la habitación.

—Querida Amanda, ¿te diviertes? —preguntó Sebastián reparando en ella.

—Me temo que no —reconoció la joven.

—Entonces, tendré que remediarlo de alguna forma. ¿Me concederías esta pieza? —propuso extendiendo una mano hacia la joven e inclinándose con el otro brazo detrás de la espalda.

—Me parece bien. Quizás bailar haga mi noche un poco más tolerante, aunque seguro que más de una me odiará por acaparar tu atención —aceptó Amanda divertida y se dejó guiar por su primo.

—Nadie podría odiarte, querida.

Sebastián bailaba muy bien y la guiaba con total naturalidad. Sus brazos la reconfortaban y la hacían sentirse completamente cómoda.

Antes de que la canción terminara, Sofía entró también a la pista de baile en compañía de Pablo a quien no le costó ningún esfuerzo encontrar una nueva compañera. Sin lugar a dudas, hacían una pareja preciosa. Él era alto, moreno y guapo y ella tenía el porte de una princesa.

En compañía de su primo y guiados por la hermosa música de un pianista, la noche de Amanda mejoró muchísimo. Se olvidó por un momento de la mirada de la gente, de los murmullos y de las malas lenguas; tan solo importaban ellos y la mágica melodía que la transportaba a otro mundo.

Bailaron durante horas, sin percatarse del paso del tiempo más que por el cambio en el ritmo de la música. Ya estaban exhaustos cuando Diego les dijo que era hora de regresar a la estancia.

Sebastián sugirió despedirse de la anfitriona, pero no la encontraron. Era muy entrada la noche y la mayoría de los invitados ya se habían marchado, era probable que la mujer se hubiera retirado a sus aposentos a descansar.

Pablo y Sofía también habían estado bailando durante la mayor parte de la noche, y si hubiera sido por ella, quizás nunca se hubiesen detenido, ya que suplicó:

—Solo una pieza más...

—Me temo que es tarde, querida prima y nuestros padres ya están saliendo de la fiesta —respondió Diego guiando a Sofía hacia la salida con suavidad, pero sin darle tiempo de despedirse de Pablo.

Los padres y los tíos de Amanda subieron a una carreta, mientras que sus primos y sus hermanas abordaron otra junto a ella. Todos compartieron anécdotas y conversaron acerca de los invitados.

Diego había ganado unas cuantas monedas jugando cartas. Había aprendido un nuevo juego llamado truco.

Amanda viajaba con la cabeza apoyada en el hombro de Sebastián. Se sentía adormecida por el monótono andar de la carreta y la caricia de la fresca brisa nocturna. Por un momento, creyó que se encontraba en un sueño. Escuchaba a la distancia el llanto de un niño. Se separó de su primo, que la miró extrañado.

—¿Qué sucede, Amanda? —susurró Sebastián.

—Escucho llorar a un niño.

Unos instantes después los cinco estaban alertas y escuchaban el llanto de un bebé.

—¿Será un ánima perdida? —preguntó Sofía aferrándose al brazo de Diego.

—No seas tonta. Deben haber dejado al más pequeño de una familia numerosa. Es común entre los paisanos cuando no pueden alimentar a todos sus hijos —conjeturó Isabel con frialdad.

—¡Deténgase! —le ordenó Amanda al peón que conducía.

No iba a dejar morir a un niño si estaba en peligro.

—Lo siento, Señorita. Si nos detenemos ahora moriremos. Aquello que llora no es un niño —explicó el hombre azotando a los bueyes para que apresuraran su paso.

 Aquello que llora no es un niño —explicó el hombre azotando a los bueyes para que apresuraran su paso

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