Capítulo 6: Isabel

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Isabel procuró mantenerse cerca de sus hermanas en el trayecto hacia los jardines de la iglesia y lejos de los peones de los campos

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Isabel procuró mantenerse cerca de sus hermanas en el trayecto hacia los jardines de la iglesia y lejos de los peones de los campos. No le gustaba la confianza con la que se movían entre las personas decentes como si se creyeran iguales. Tampoco le agradaba la familiaridad que existía entre su primo mayor y Leónidas. Algunos límites eran peligrosos de cruzar.

Habían colocado sobre el césped sillas de madera suficientes para que todos pudieran sentarse. Los varones se dirigieron al grupo de la derecha, mientras que las mujeres se colocaron en el de la izquierda. El padre Facundo, por su parte, se quedó de pie delante de ambos grupos y esperó en silencio a que los murmullos se apagaran y todos se hubiesen acomodado.

—Me llena de alegría encontrar tantas caras nuevas en la casa de Dios. Espero que se sientan acogidos aquí por todos nosotros y quiero que sepan que si necesitan cualquier cosa estoy a su servicio. No me gusta hablar por los demás, pero podría poner las manos en el fuego de que también pueden contar con el apoyo de todos los humildes hermanos aquí presentes —dijo el párroco con la bondad de quien entregó su corazón al Señor.

Isabel se vio en la obligación de responder en nombre de la familia puesto que sus primos no pronunciaron palabra alguna:

—Muchísimas gracias, padre. Dios lo bendiga.

El sacerdote le respondió a la joven dama con una inclinación de cabeza y agregó:

—Veo aquí a otra persona nueva a quien no tuvimos la oportunidad de escuchar. Por favor, me gustaría que nos contaras algo sobre ti —dijo el padre Facundo invitando a Leónidas a hablar.

—Me temo que no soy más que un criado —se excusó el muchacho muerto de vergüenza.

—Un buen y humilde hombre que se gana la vida de forma honesta, querrás decir. Yo también soy un servidor, pero a quien yo sirvo está más allá de esta tierra. Todos los presentes servimos al Señor o por lo menos deberíamos. Además, tenemos una misión que nos ha encomendado, es por eso que estamos aquí en distintos lugares, pero con un fin común que es cumplir lo que él tenga planeado para nosotros. Así que no seas tímido, hijo mío, porque en este momento todos somos iguales ante los ojos de Dios.

Isabel no podía creer el ímpetu del párroco. Comentarios como aquellos solo podían incitar al descontrol y al caos. ¿Acaso no se daba cuenta de que sembrando ese tipo de ideas podía llevar a que los peones se envalentonaran contra sus patrones?

Miró a su alrededor y la gente parecía embelesada o hipnotizada por el cura. Las mujeres incluso soltaban suspiros y susurraban la aprobación ante aquellas palabras que si las escuchara su padre, tildaría de herejías.

—Me llamo Leónidas y trabajo como ayudante en la casa de los Pérez Esnaola —dijo el criado mientras que el iluso de Sebastián le daba una palmada de aliento en el brazo.

Isabel negó con la cabeza. No entendía cómo hacía su primo para ir en contra de todo lo que se le había enseñado. El mayor de los Pérez Esnaola era sin lugar a dudas un rebelde sin causa.

Quizás se estaba precipitando y el padre no quería incitar a una revolución. Tal vez, tan solo buscaba darle ánimos a un muchacho un poco tímido y corto de inteligencia. Sin embargo, desde el primer momento en que lo había visto, Isabel supo que algo no estaba bien con aquel hombre. Parecía demasiado humilde, demasiado amable y era demasiado guapo como para ser un simple cura.

Isabel tenía buen ojo para detectar las intrigas y traiciones. Gracias a ella habían frustrado una fuga de esclavos en sus campos de España. Aunque era una mujer podía tener la sangre fría que se necesitaba para hacerse respetar. Había mandado a azotar a quienes habían planeado la huida. No tuvo piedad y se sentía orgullosa de haber podido ayudar a mantener el orden de la estancia.

Si de ella dependiera se encargaría de administrar las tierras de su padre, pero pronto se iba a casar y sus sueños jamás se harían realidad. Su tío le había dicho que Roberto Páez, su futuro esposo, era un hombre de carácter que sabría cómo lidiar con ella. Ese tipo de comentarios no le agradaban en absoluto, pero había optado por no darle el gusto al hombre de responder algo mordaz y comenzar una pelea. Era lo bastante lista como para saber las batallas que podía ganar y las que no.

La voz del padre Facundo apartó a Isabel de sus pensamientos. El párroco animaba a los feligreses a que compartieran sus preocupaciones. Ya fueran personas humildes o adineradas y tanto hombres como mujeres hablaron de sus problemas y fueron escuchados por sus hermanos que rezaron para que Dios no se olvidara de ellos. Otros se limitaron a dar las gracias o bien compartieron los nuevos acontecimientos de sus vidas.

Una pareja de criollos llamados Franco y Alicia pronto se casarían. Ambos se veían radiantes y se sonreían a la distancia. Isabel dudaba de poder sentir alguna vez algo semejante y no pudo evitar odiarlos en silencio.

La joven se extrañó un poco al darse cuenta de que Pablo Ferreira no pidió por la salud de su abuela. Quizás la relación entre ambos no era demasiado buena, pero tenía entendido que era la única familia cercana que le quedaba. Luego reflexionó que era posible que por algún motivo la mujer estuviera fingiendo su dolencia. Sofía le había contado que los campesinos se referían a la anciana como la Viuda Bruja. Si hubiera sido ella la que los hubiese oído en lugar de su hermana menor, los habría mandado a azotar por semejante insolencia hacia una mujer española. Sin embargo, no dejaba de despertarle un poco de curiosidad aquella dama a la que aún no había conocido y se preguntaba qué habría de cierto en las habladurías de los peones.  

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