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El imponente hombre, enfundado en un costoso traje confeccionado a su medida, veía fijamente a su convidado. Aquellos sombríos ojos parecían absorber todo lo que se hallase a su frente y lanzarlos a una dimensión de oscuridad total.

Rotando el sillón de un lado para otro, le brindaba el tiempo suficiente para que explicara el porqué había salido mal el trabajo que se le fue encomendado. Aquella espesa melena negra bailaba libremente hacia la dirección que, el pacífico aire que se colaba por las ranuras de la ventana, quisiera.

La oficina era enorme sin embargo para el pobre joven que lucía pálido y sudoroso, le parecía un espacio tan pequeño que se ahogaba o quizá simplemente era porque estaba justo enfrente de el mismísimo demonio en la tierra. Tragó grueso una vez y otra vez, hasta que su mente logró ordenar el caos de palabras que se quedaron aglutinadas en su cabeza, sin orden alguno.

— ¿Y bien?

Preguntó nuevamente incorporándose. Apoyó un brazo sobre la fina madera de su escritorio mientras el otro viajaba hacia uno de los cajones, lo abrió y sacó la arma con el silenciador ya puesto.

Aquel joven rostro perdió el poco color que le quedaba y no tuvo más opciones que rogar por su vida. Se lanzó de rodillas al piso y suplicó piedad, una piedad que no sería concedida porque había fallado deliberadamente.

Bastó un solo movimiento de cabeza para que uno de los enormes gorilas que yacían dentro de la oficina, con el único propósito de velar por la seguridad de su jefe, lo tomara de ambos brazos y lo sentara de nuevo en la silla. Le ató ambas manos con cinta adhesiva y lo mantuvo erguido todo el tiempo que duró su existencia. Fue un tiro certero y limpio... El agujero que dejó la bala al impactar en su frente era apenas visible.

"Un torpe menos" pensó guardando el arma nuevamente en el cajón. Se reclinó en el sillón y ordenó con voz potente que se deshagan de el cuerpo. Los dos musculosos hombres metieron el cadáver en una bolsa negra y lo sacaron de la oficina como si solo fuera un simple costal de basura.

Onigumo Himuri, jamás concedía segundas oportunidades. Sus órdenes se cumplían al pie de la letra sí o sí o de lo contrario, su cementerio privado iría en aumento. Frustrado golpeó fuertemente el escritorio... Una orden, una simple orden no fue acatada y eso lo molestó a tal punto que lo mató y no le importó que fuera el mejor de sus hombres. Era un claro ejemplo de lo que le pasaría a todo aquel que osara con traicionarlo.

Asqueado de todo, se levantó de el sillón y se sirvió una copa de champagne. Degustó el exquisito sabor en su boca y cerró los ojos para disfrutar aún mejor. La puerta se abrió pero él ni siquiera se inmutó, había olfateado el aroma a puta barata mucho antes que la esbelta mujer entrara.

Aquella hermosa pelinegra, mostraba sus atributos al vestir un insinuante vestido negro de látex. La tela se adhería a su cuerpo secundando su piel lechosa. Se posó detrás de Onigumo y lo abrazó fuertemente. El hombre bufó por el atrevimiento de la fémina sin embargo la dejó estar. Quizá un poco de sexo le ayudaba a liberar toda la tensión acumulada.

Se giró y con movimientos bruscos la lanzó al sofá. La mujer se quejó divertida y separó sus muslos mostrando las bragas de encajes negros. Onigumo se quitó el cinturón y lo colocó sobre su cuello para luego abrocharlo, ahora era una correa. Una correa que no dudó en usar puesto que jaló de ella trayendo consigo a la chica que imitando a un gatito, caminó en cuatro pie hasta llegar nuevamente a él.

Onigumo se sentó en su sillón y bajó la cremallera de el pantalón  y expuso su miembro erecto. La mujer lo tomó con ambas manos y lo masajeó lentamente, de arriba hacia abajo, alternando movimientos circulares en el glande. Las expresiones lascivas en el rostro femenino hacían que la temperatura de el cuerpo masculino aumentara unos cuantos grados más.

La sujetó fuertemente de el pelo y la guió hasta poder introducir su falo en la pequeña y cálida boca. El rojo carmín quedó untado en el oscuro prepucio. La mujer comenzó a succionar con fogosidad, como si tal degustara su paleta preferida. Onigumo apretó fuertemente la mandíbula y echó su cabeza hacia atrás.

Por tal motivo siempre permitió el acercamiento de Tsubaki. La muy zorra sabía perfectamente lo que hacía y eso a él le encantaba. Le gustaba que le lubricara el pene con su saliva y lo chupara con auténtica devoción. Alzó sus caderas mientras la mantenía sujeta para que no se moviera  y se enterró hasta el fondo de su garganta e ignorando las arcadas se corrió con un ronco gemido.

Aún de rodillas, Tsubaki absorbió hasta la última gota de aquel líquido espeso y blanquecino. Se lamió los labios mientras se ponía en pié y se quitaba el cinturón para luego entregárselo a Onigumo, quien ya se había arreglado el pantalón. Se acomodó el vestido y se sentó sobre el regazo masculino. Él achicó los ojos por su atrevimiento.

— Renkotsu me dijo que estabas molesto — habló mordisqueandole la mandíbula — así que por eso vine a verte.
— Hmp — Tsubaki rodó los ojos.
— No me dirás lo que te aqueja.

Onigumo le veía fijamente. Mientras le acariciaba la espalda, ella jugaba con el nudo de su corbata. Siempre creyó que el sexo femenino era débil y patético, claro ejemplo era Tsubaki pues aunque la lastimaba de miles maneras siempre seguía a su lado.

— No metas tu nariz en lo que no te importa.

Ella hizo pucheros y se cruzó de brazos. Onigumo arqueó ambas cejas y luego le mordió la parte expuesta de su seno dejándole la marca de sus dientes en la sensible carne. Tsubaki chilló por causa de el dolor y se levantó molesta.

— ¿Porqué me lastimas? — reclamó llorando — vine porque estaba preocupada por ti y tu solo me haces daño.

— La puerta siempre ha estado abierta para ti.

— Sabes que te amo Onigumo, te amo mucho.

Onigumo se tocó el tabique nasal. Siempre era lo mismo con Tsubaki...Sexo, sexo y más sexo para terminar con lágrimas. Se había quedado en pié a unos cuantos metros de él y le veía fijamente, con aquellos ojos llenos de profunda tristeza y melancolía. Aprovechaba todas las ocasiones posibles para confesarle su amor pero él simplemente lo tomaba como un capricho.

— Tsubaki, necesito estar solo. Cierra la puerta cuando salgas.

Giró el sillón ofreciéndole la espalda. Tsubaki se limpió las lágrimas, recogió el bolso de el piso y lo colgó en su hombro. Antes de cerrar fuertemente la puerta, le dedicó unas últimas palabras a Onigumo y se marchó sin esperar una respuesta por su parte.

— Mi corazón nunca será de una mujer.

Contestó para sí mismo.

Tóxico (Terminado) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora