Treinta y cuatro. El hada y el cisne.

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     Las luces se apagaban casi a media noche en los últimos shows, y regresaban a la vida a tempranas horas de la mañana. Los patinadores, por otra parte, aparecían con rostros soñolientos, sus usuales bolsos de atletas y bostezos de cansancio a diversas horas mientras transcurría la mañana.

— ¿Quién soy, quién soy? —. Con el ceño fruncido, Dalia se alejó y realizó su mejor pose Shotgun, para tomarle el pelo al japonés que lo había estado realizando a menudo recientemente para ganar la competencia silenciosa que se había impuesto entre algunos: enloquecer a los fans y llevar los gritos al máximo. El rey indiscutible era Yuzuru Hanyu, a quién todos adoraban, pero se había tomado el reto tan en serio como para sacar a relucir aquellas icónicas poses y secuencias coreográficas de sus programas. El Shotgun de Parisienne Walkways, uno de ellos.

— ¡Ah! — saltó Shoma, uniéndosele ante las risas de Yuzuru para imitar la pose que causaba furor en el público japonés cada noche de Fantasy On Ice

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— ¡Ah! — saltó Shoma, uniéndosele ante las risas de Yuzuru para imitar la pose que causaba furor en el público japonés cada noche de Fantasy On Ice.

— Tengo otras — Dalia le sonrío al japonés que casualmente descansó su brazo en el hombro de la española cuando Marin Honda apuntó al grupo con una cámara—. Phantom. Ballad. Prince. The Swan.

Yuzuru negó y bajó su mano a la espalda de Dalia, inclinándose ligeramente para susurrarle:

— Qué bonita estás hoy, Dal-chan.

Dalia lo miró sin palabras, atrapada por sorpresa, y Yuzuru se giró y le sonrió a la cámara con inocencia.

— ¡Yuzuru!

Las cámaras de los patinadores no se detenían, por lo que se les había vuelto rutina posar, a veces ridículamente, para distintos lentes a los largo de la práctica y tras bastidores durante los shows. Más tarde, el par de tortolitos se volvían la carnada perfecta para las charlas, pues no había quien no tuviese en su poder al menos una foto de ellos para tomarles el pelo.

— Ah, amor joven— suspiró Nobunari Oda, riéndose de su amigo mientras le mostraba su "cara de tonto cada vez que Dalia realizaba el más mínimo movimiento sobre la pista"—. Cuida a este niño, por favor. Lo necesita, y ya estamos todos cansados— Yuzuru le dio un codazo, gruñendo ante la broma.

En la pista, de vez en cuanto alguien los pillaba tonteando y no podían evitarlo: se les escapaba una risilla o conseguían inmortalizar lo bien que calzaban en pequeños vídeos que la propia Dalia luego recopilaba a espaldas del japonés – para fangirlear rato después en su habitación de hotel, como si no hubiese fuerza que le hiciese creer que ella era quién lograba sacarle risas y despeinar el flequillo de Yuzuru.

Esa noche, el público se sorprendió cuando las luces se apagaron y en el piano un rubio vestido completamente de negro rozó con cariño un par de teclas antes de entonar una pieza que llenó el lugar de magia y lo convirtió en la Ópera del Fantasma. Un respiro general se escuchó cuando una única luz concentró la atención en una joven vestida de blanco en el centro de la pista.

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