Capítulo Vigésimo Primero

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Para nosotros que estamos leyendo esto y siguiendo toda esta historia, para sorpresa de nadie sería que la pelirroja se estuviera estado comportando de una forma sumamente displicente con su marido en los últimos dias que pasaron después del acto de aquella noche que había resultado un tanto traumatizante para ella. No quería comportarse de esa manera tan indiferente y distante con él, no era propio de ella ser así pero se sentía extrañamente obligada a hacerlo, se sentía en constante peligro y desconfianza con él. Desde ya casi una semana que estaba sintiendo esas cosas. En su cumpleaños cuando él le iba a dar el regalo que le había mandado a comprar en la mano para agregarle algo de sentimiento al presente pero ella le rogó que se lo dejase sobre la mesa para poder ver qué era más tarde. Jamás llegó a abrir ese regalo.

Meliodas sabía muy bien por qué ella se comportaba así y no la culpaba en lo absoluto, sabía más que nadie que era su culpa y nada más que su estupida culpa. Esa noche estaba muy borracho, pero no lo suficiente como para no estar conciente de lo que hacía, recordaba cada condenado momento en el que la hizo sufrir, recordaba esa expresión de miedo en su rostro cuando la penetró con su miembro viril el conducto fibromuscular femenino como si fuera un vago sediento de sexo y sufrimiento humano ya que no se detuvo. Se daba asco por eso. Por las noches ella dormía muy cerca del borde de la cama, con tal de no estar muy cerca de él, pero cada vez que despertaban ella amanecía en el sofá que estaba colocado en frente de la ventana de la habitación de éstos, o a veces no estaba en su habitación y la mayor parte del tiempo se la pasaba con su prima Derieri, quien le trataba de calmarla un poco para que pueda relajarse.

— Yo... No sabía que él iba a hacerme eso... —replico ella entre lágrimas apartándoselas con sus manos de manera inútil ya que no paraban de brotar de sus cansados glóbulos oculares, estaba muy dolida— No sabía que eso era intimar —se volvió a secar las lágrimas con su mano muy afligida ya que no paraban de salir, por más que ella no quisiera.

— Liz, no te voy a mentir —dijo ella poniendo una mano sobre el regazo de la pelirroja tomando su mano— Yo también estaba como vos cuando me pasó, solo que yo si sabía lo que él me iba a hacer —le confesó con las mejillas sonrojadas— A mí no me importó tanto, después de todo... Para eso estamos las mujeres.

La pelirroja la observó muy indignada y sorprendida. No podía creer lo que escuchaba.

— ¿Solo servimos para complacer a los hombres? —indago de un suspiro aún triste y con cierto grado de ira. La rubia la miró y asintió resignada— Eso es lo más estúpido y ridículo que he escuchado nunca, es de lo más injusto. ¿Por qué tenemos que esperar a que ellos quieran algo? Sería mucho mejor si ambas partes estuviesen de acuerdo.

— Liz, es así... No se puede hacer nada —se acercó más a ella y la abrazó con fuerza.

Liz no estaba para nada de acuerdo con esa "afirmación" no era nada justo. Pero si se lo ponía a pensar ella ha visto varias mujeres que no eran más que adornos para sus maridos, para los hombres pareciera ser que una mujer es como una mula para los campesinos, el mejor animal para hacer el trabajo. Incluso su misma madre era el adorno de su padre, siempre callada cuando estaba en presencia del público dejándolo hablar a él y nada más que él... Ella también era así de sumisa y en cierto modo se odiaba por ello.

Era hora de almorzar y en la mesa no se hablaban de muchas cosas. El tema más destacado de la tarde era el cuando volvería Zeldris de ese viaje que había realizado de manera "ilegal" a quien sabe dónde a hacer quien sabe que. Meliodas juraba que cuando volviese le daría una buena lección para que aprenda a respetar al Rey y de ese modo al fin poder parecer mucho más imponente ante él.

Quería hablarle a Elizabeth pero ella no parecía querer hacerlo, casi no tocaba su comida y solo parecía estar jugando con ella, revolviendola de un lado a otro con el utensillo. En algún momento tenía que hablarle, vivían juntos, dormían juntos y se quedarían juntos hasta el día en que ambos mueriesen, no perdía absolutamente nada intentando.

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