Capítulo Décimo Cuarto

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Elizabeth le había rogado más de mil veces a sus padres que sacaran al pobre monje de ese horrible lugar y lo dejaran tranquilo. Ningún ser humano era merecedor de tal castigo solamente por expresar sus sentimientos al mundo.

Era terrible imaginar todas las cosas que le podrían llegar a hacer allí abajo, aunque era mucho peor saber, de tan solo pensarlo a la peli plata se le ponía la piel de gallina seguido de un escalofrío que recorría por toda su espalda haciéndola estremecer. Desde que se lo habían llevado a las mazmorras no había sabido absolutamente nada de él, y eso hacia ya una semana y media.

El tiempo se hacía cada vez más largo para el monje, rogaba por morirse de una maldita vez pero por alguna razón seguía resistiendo a esas barbaridades. El juraba que cuando lo torturaban lo hacían por varios días seguidos pero no era asi, era muchísimo menos tiempo, y cuando terminaban iban a algo peor y si el monje se dormía o cerraba sus ojos para tratar de descansar lo atormentaban de una manera mucho peor, así que no dormía por el miedo. Solo dormía cuando se lo autorizaban esos malditos sanguinarios. Gracias al cielo esa noche se lo permitieron, aunque no se confiaba del todo así que procuraba no dormirse del todo, por más cansado que estuviese. Lograba escuchar vagamente un sonido.... Parecían ser unos pasos, que iban rápido..... Sonaba como si fueran unos tacones, era una mujer.

El monje con las pocas fuerzas que tenía se acercó hasta los barrotes para poder ver de quién se trataba, su rostro se iluminó al instante al ver a su joven amada, quien traía una vestimenta sencilla para no llamar la atención y estaba cubierta con un manto opaco para que no la distinguieran. Juraba que por un momento olvidó el dolor que sentía. Ella se acercó y se le partió el alma al verlo así, en tan poco tiempo había perdido masa muscular, tenía unas ojeras tan grandes que parecía que sus ojos estaban en un pozo, estaba desnutrido y sucio además.

— Mael, me duele mucho verte así —dijo ella arrodillándose en el suelo con lágrimas en los ojos— Trate y trate de que te sacaran de acá, pero nadie me escucha. No quiero que sufras mas —le confesó extendiendo su brazo para tomar la mano del él

El hombre suspiró y entrelazó su mano con la de ella.

— Sos una luz en la oscuridad, Elizabeth —hablo éste en un tono casi inaudible— Yo no quería perjudicarte, traté de no hablar pero....

— No digas más —lo calló ella acariciando su rostro con cariño— Vas a salir de este lugar, lo juro.

Mael sonrió. Sería tan hermoso si así fuera pero hay que ver la realidad del asunto, si él salía de allí, sería en un ataúd yendo a un cementerio para ser enterrado.

— Adoro tu compasión, me gustaría poder creerte, mí amada princesa —le dijo deprimido— Me van a torturar hasta que muera, y creo que no va a terminar pronto... No te imaginas todo lo que me hacen —inevitablemente las lágrimas habían comenzado a brotar de sus ojos— Ya estoy cansado de todo esto...

— Voy a hacer que te saquen de acá, de un modo u otro —arremetia ella dejando compartiendo el dolor— Tengo que irme, amor mío. Pero de que te saco de acá, te saco —le aseguró con firmeza para después besarlo en los labios que estaban muy secos algo lastimados del monje. Le dio a través de los barrotes una jarra con agua y pan con queso para que pudiese alimentarse.

Ese beso lo hizo olvidarse del dolor que sentía en esos momentos. La esperanza era lo último que se perdía así que decidió confiar en su ángel protector y desearle suerte para que pudieran sacarlo de allí.

Lo único que tenía en esos momentos era ese pequeño cosquilleo que le dejo el beso de la peli plata en sus labios. Solo debía de confiar en ella, él sabía que iba a salir de ese nido de ratas en algún momento, si Dios lo quería sería más pronto de lo que se imaginaba.

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