Capítulo Vigésimo Quinto

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Era un asunto completamente confidencial, absolutamente nadie en el Reino a excepción de el mismísimo Rey y las doncellas que asistieron a la Reina en el parto aquella fatídica noche sabían acerca del nacimiento de la difunta princesa Anne. Meliodas había tardado poco más de un mes entero en dejar de llorar la muerte de la bebé pero se le era sumamente difícil no lamentarse, en las noches le preguntaba al Señor ¿Por qué se llevaría a un alma tan pura e inocente? ¿Por qué le privaría el derecho a la vida? No podía tolerarlo.

Lo más complicado para él fue el hecho de aceptar de una vez su muerte tras dos días enteros de estar encerrado en una habitación apartada de todos con ella y llevar a la pequeña bebita envuelta en las mantas más finas y caras que tenía de manera "protectora" sobre su frío cuerpecito ya tieso hasta el sepulcro él solo, sin nadie que lo acompañase en su dolor y angustia. Una parte de él se fue con la niña que nunca llegó a ver la luz del día y la Reina nunca se enteró que había dado a luz a una bebé, tuvieron que engañarla diciendo que se trataba de un mal estomacal muy grande (pero esas excusas no explicaban el por qué de los puntos que tenía en el abdomen). La mujer no tardó en notar la gran aflicción de su marido luego de despertar de su estado de inconciencia pero en cada oportunidad que tenía de preguntarle la razón de la angustia, el rubio solamente se limitaba a dibujar una sonrisa forzada en su rostro, muy poco convincente para cualquiera que lo conociera, diciéndole siempre que todo estaba bien y que no tenía nada de que preocuparse. Patrañas.

Ella estaba en el salón principal muy inquieta emocionalmente y físicamente, ya que debido a la ansiedad no podía dejar de moverse de un lado a otro. Necesitaba saber de manera inmediata que era lo que le pasaba a su marido, parecía literalmente un zombie, apenas si dormía, casi no comía, no emitía ni una sola palabra amenos que le preguntarán algo y eso la ponían en un modo alerta a ella. Dudaba seriamente en encararlo o no, quizás realmente no era nada pero si era algo grave no podía dejarlo pasar de tal forma ¿Verdad? Quizás podría pasar a algo mucho más grave y no se lo perdonaría jamás.

Era de media tarde, a esa hora su marido en las últimas semanas acostumbraba a salir al jardín solo y meditar un rato, lo hacía todos los días a la misma hora. Liz puso toda su atención en su actitud para tratar de averiguar algo, no había nadie en los lares y eso le daba libertad de pasar desapercibida por allí y poder espiarlo con más discreción. Se escondió tras un pilar y pudo ver a Meliodas desde un ángulo bastante favorable para ella aunqe no le gustó en lo absoluto lo que vió, él estaba llorando y no de una manera normal sino en silencio tratando de aguantar ese gran dolor con el que cargaba por dentro y no podía compartir con la mujer más importante para él que estaba en pleno derecho de saber todo al respecto pero no le decía porque no quería verla sufrir como lo hacía él. No lo soportaría. Se le partió el alma a la pelirroja al verlo así de triste y desconsolado, no pudo evitar ir y abrazarlo con fuerza tomándolo por sorpresa.

— L-Liz... —murmuro él con la voz quebrada mientras trataba de frenar a sus lágrimas que estaban saliendo desaforadamente de sus ojos para no preocupar a su mujer. Le fue completamente inútil.

— Si no querés contarme que te está pasando está bien, pero por favor no ocultes tu dolor ante mí, estoy acá para entenderte y apoyarte siempre. Solo quiero que seas feliz y no sufras de este modo, no puedo soportar verte así —le decía mientras acariciaba de manera cariñosa y comprensiva la rubia melena de su marido— Siempre voy a estar acá para vos, Meliodas —afirmo ella dándole un beso en la mejilla.

Él no pudo controlar el impulso de aferrarse a ella con un abrazo y resguardar su cara, húmeda por las lágrimas, entre los brazos de su amada esposa maldiciendo internamente el amor y comprensión que recibía y no merecía de parte de ella. Era una mujer demaciado pura.

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