Por la tarde me sonaban las tripas mientras estaba en la larga cola de la caja de Monoprix con un carrito de supermercado lleno hasta arriba. La Maison de Chine, un elegante restaurante minimalista de la Place SaintSulpice, es un pequeño templo oriental de la tranquilidad en el que se bebe té verde en tacitas enanas y con unos palillos de madera se pescan pequeños bocaditos selectos servidos en fuentes de porcelana blanca. No es un restaurante en el que un hombre europeo quede realmente saciado.
Con cierta fascinación e incredulidad había visto cómo Lau tomaba hábilmente con sus palillos un par de rollitos de primavera diminutos y algo de ensalada de col y poco después decía:
— ¡Uf, estoy llena!
Yo no podía decir lo mismo.
Pero, como pasa tantas veces en la vida, la comida no lo era todo. Lau me dijo que quería exponer quince cuadros en vez de los diez previstos. No podía dejar de trabajar, había pintado otro cuadro más, estaba de muy buen humor, y cuando estaba de buen humor podía ser muy divertida. Así que charlamos mucho, nos reímos mucho, y cuando al final de nuestro agradable encuentro, que incluso me hizo olvidar por un momento la tarjeta de la mujer esa, le pregunté si había novedades con respecto a la figura de pan, me llevé una sorpresa.
— ¡Ah... ese! —dijo haciendo un movimiento despectivo con la mano —. ¡Un imbecil! No ha sabido aprovechar su oportunidad. —Me miró, sacudió con desgana sus rizos negros, y yo me revolví incómodo en la silla. De pronto ya no estaba tan seguro de que la teoría de Carl no tuviera algo de cierto. —Vino el sábado a verme... —lanzó una sonrisa muy reveladora—. Pero luego... cuando... cómo debo decirlo... estuvimos juntos... de pronto la magia se desvaneció. —Sonrió—. ¡Una catástrofe!
— ¿Y el hombre de pan? —Le devolví la sonrisa muy aliviado.
Carl había perdido la apuesta, eso estaba claro.
— Ahora flota en las alcantarillas de París.
Cuando Lau se despidió de mí con un abrazo me quedé mirándola mientras se alejaba, hasta que su esbelta figura desapareció por una callecita detrás de la iglesia de Saint-Sulpice. Era como en la vieja canción infantil de los diez negritos. En algún momento solo quedaría uno. Cargué con las bolsas de la compra hasta mi casa. Me preparé un trozo grande de boeuf en una sartén y lo compartí fraternalmente con Chopper.
Llamé a Lau y le conté cómo había reaccionado la mujer a la «pregunta de narices».
— ¡Deliciosa! —exclamó—. Cette dame est trop intelligent pour toi! Es demasiado lista para ti.
Llamé a Carl y le expliqué por qué Lau no era la mujer que estábamos buscando.
— ¡Lástima! —dijo Carl—. Pero entonces... ¿quién es?
Le conté excitado lo de la tarjeta de Boucher, lo de Cyrano de Bergerac y la cuestión de la nariz.
— Bueno, ¿y? —dijo sin terminar de entender nada—. ¿Qué es lo que te resulta tan excitante? Sigues sin saber quién es. ¿O es que esa joven desnuda se parece a alguien que conoces?
Observé por enésima vez la tarjeta que estaba sobre mi escritorio al lado del portátil abierto. Tomé mi copa y di un sorbo de vino tinto. ¿Conocía a alguna mujer que se pareciera a la modelo de François Boucher? ¿Había sido elegido ese cuadro de forma arbitraria? La escena era atrevida y sin duda quería provocarme, pero... ¿había además alguna señal oculta? ¿Algún detalle que pudiera darme una pista? Mis ojos se deslizaron una y otra vez por la descarada joven desnuda del cuadro tras la que se escondía la Queen, y debo admitir que no era su bien formada nariz la que encendía mi imaginación. Me serví otra copa de vino, y luego recibió la mujer la carta que se merecía.
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El Amor De Mi Vida Es Una Desconocida
RomanceGary Bale es el propietario de una galería de arte en París, la cual no solo exhibe pinturas de otros artistas, sino que también sus obras maestras están en toda su galería, es conocido como el nuevo Cupido para los medios de comunicación debido a q...