Con el tiempo pasa una cosa muy extraña. Domina nuestra vida más que ninguna otra dimensión. En realidad, todo gira en torno al tiempo que tenemos, el tiempo que no tenemos, el tiempo que nos queda. Ese es el tiempo real. Un día, diez meses, cinco años. Pero luego está también el tiempo que percibimos, que es el hermano caprichoso del tiempo real. Es el que hace que una hora de espera dure treinta y cinco horas y que, en cambio, la hora que nos queda para hacer algo importante quede reducida de pronto a ocho minutos. Se nos escapa, nos persigue, y solo existe un punto en el que nosotros controlamos el tiempo. Son esos escasos momentos en los que estamos inmersos en el tiempo y por eso no lo notamos. Entonces lo dejamos en suspenso, detenemos todas esas pequeñas ruedecitas que tan bien encajan unas con otras, y vamos en punto muerto por la vida. Son los momentos del amor.
No sé cuánto tiempo estuve sin moverme, conmocionado por la felicidad, delante de la carta de la Mujer. En algún momento di un salto y bailé por toda la casa como Zorba el griego, a la vez que soltaba de vez en cuando un « ¡Sí!» de triunfo. Chopper daba vueltas a mi alrededor sin dejar de ladrar, compartía mi euforia, aunque supongo que por otros motivos. Y así bajamos las escaleras locos de contentos, cruzamos el portal pasando al lado de Roxanne, que a la vista de mi buen humor soltó un sorprendido « Bonjour!» , correteamos por el parque, y Thierry, que ya me esperaba en la galería, expresó perfectamente cómo me sentía.
— ¡Dios mío, Gary, cómo has cambiado! —dijo—. ¡Eres un hombre nuevo!
Sí, yo también lo notaba, era el elegido de los dioses y todo, todo me iba a salir bien. Había resuelto enseguida el pequeño enigma de la Queen, y tenía todo el fin de semana para hacer mis averiguaciones.
Si « el apocalipsis» , el au bout du monde, no estaba en el fin del mundo, como decía la Queen, seguro que estaba en París. Y entonces solo podía ser un café o un restaurante que yo tenía que encontrar. Una tarea muy sencilla para un descendiente del famoso Jean-François Champollion, pensé con orgullo. Pero me había equivocado otra vez. Por última vez.
Si los últimos cinco días sin mi majestad habían transcurrido como los últimos cinco años de un viejo solitario para quien no pasa el tiempo, luego comprobé con horror que los tres días que quedaban hasta mi cita con la bella desconocida se me escapaban entre los dedos como arena del desierto. Y cuando el lunes por la mañana todavía no sabía dónde estaba el apocalipsis, donde tenía que presentarme al anochecer, a «la hora azul» , como había escrito ella, me entró tal pánico que tuve que contenerme para no parar a la gente por la calle para preguntar por el Au Bout du Monde. Había buscado en todas partes. Primero saqué muy convencido la guía telefónica del pequeño armarito del pasillo, pero no aparecía ningún Au Bout du Monde. Llamé a información y discutí con la impertinente mujer del otro lado de la línea porque me pareció que no buscaba con suficiente interés.
Recurrí a la pequeña máquina blanca y escribí las palabras mágicas en el buscador. Salieron trescientas mil sesenta y dos entradas. Había de todo, desde agencias de viajes hasta clubes de alterne. Pero no existía lo que yo buscaba, y habían pasado otras cuatro horas. Llamé a Carl, que se alegró por mí de que la Queen se lo hubiera pensado mejor, pero él tampoco conocía ningún Au Bout du Monde, aunque tuvo la brillante idea de que tal vez podría tratarse de un bar de copas,
«por lo de la hora azul, es la hora de los cócteles, ¿no?» . No me sirvió de mucho. Thierry creía recordar que el Au Bout du Monde era una discoteca que estaba en el Marais. Lucille (recurrí a mi ex compañera de noche) consideró que era el nombre de un lugar de encuentro de artistas del grafiti en los suburbios, y Lau preguntó si no me habría equivocado y se trataba en realidad de algún lugar de Zanzíbar. Luego se ofreció de nuevo a hacerme un hombrecillo de pan.
Eleonore, en quien había puesto mis últimas esperanzas, había desaparecido. No le localicé ni en su casa ni en el móvil. La solución al enigma llegó de quien menos lo esperaba.
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El Amor De Mi Vida Es Una Desconocida
RomansGary Bale es el propietario de una galería de arte en París, la cual no solo exhibe pinturas de otros artistas, sino que también sus obras maestras están en toda su galería, es conocido como el nuevo Cupido para los medios de comunicación debido a q...