Capítulo 30: El Amor De Mi Vida Es Una Desconocida

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Todavía hoy no sé cómo aguanté las dos semanas siguientes. Estuvieron marcadas por los preparativos de la exposición, que debía celebrarse a comienzos de junio, y por los doscientos veintitrés mensajes que intercambié con la Queen. Por lo que a mí respecta, puedo decir que las noches que estaban llenas de nuestras palabras tiernas y excitantes y los más bellos sueños no dormí bien. El pequeño buzón de mi ordenador se había convertido en mi prisión, que no quería abandonar porque temía perderme alguna carta de ella.

Así que iba de un lado a otro como Mercurio, el mensajero alado. Acudía a la galería a trabajar, y si no hubiera sido por Thierry, la felicidad me habría hecho olvidar algunas citas. Las invitaciones llegaron de la imprenta y resultaron muy acertadas. Habíamos elegido como motivo de las tarjetas el cuadro de la mujer que quiere algo, pero no sabe cómo conseguirlo, y el entusiasmo de Lau no conocía límites.

Fui varias veces a casa de ella a contemplar los cuadros nuevos, que por lo general pintaba de noche, y la ayudé cuanto pude siempre que necesitó un consejo. Acompañé a Jane y a su entusiasta sobrina, que no tuvo ningún reparo en llamarme Garysito, a una exposición de arte moderno en el Grand Palais. Me presenté un par de veces en el Duc de Saint-Simon para concretar los detalles de la exposición con mademoiselle Clark, que me pareció menos formal y algo más accesible que otras veces. Su saludo era cada día más amable, le acariciaba el cuello a Chopper y le ponía un cuenco con agua, mientras nosotros decidíamos dónde colocar o colgar algo.

Y cuando se enteró de que « monsieur Charles» también asistiría a la exposición y necesitaría su habitación, me lanzó una sonrisa realmente radiante.

— Smile and the world smiles at you —tarareé, y aunque esos días seguro que dormía menos que Napoleón en sus mejores tiempos, recorría las calles de París animado y de muy buen humor.

Un día quedé con Carl en La Palette. Me había perdonado los gritos que le solté por teléfono, e insistió en pagar su apuesta, a pesar de que (naturalmente) lamentaba que no fuera la bella Lau la mujer que buscábamos. En su opinión habríamos hecho una pareja fantástica.

Continuamos elucubrando un poco más ante una botella de Veuve Clicquot, y enseguida me sentí inquieto porque quería volver junto a mi máquina maravillosa para leer o escribir cartas. Algunos días iba corriendo de la galería a la Rue des Canettes solo para ver si había llegado correo para mí, y Thierry apoyaba las manos en su pequeña cintura y me miraba sacudiendo la cabeza.

—vHas adelgazado, Gary, tienes que comer —dijo Eleonore guiñando los ojos cuando en su jeudi fixe me puso en el plato el tercer pedazo de tarte tatin—. Vas a necesitar fuerzas.

Los demás invitados se rieron sin saber muy bien por qué.

Como siempre, reinaba un ambiente relajado en la mesa, pero debo admitir que me sorprendió un poco que ya antes del postre Lauren y Lucille intercambiaran sus números de móvil y se miraran a los ojos con demasiada intensidad. Admito que noté un levísimo pinchazo, pero solo uno muy pequeño, cuando vi a los dos jóvenes bajando la escalera entre risas, y pensé si Lau habría reanudado la producción de figuras de pan.

Pero luego ayudé a Eleonore a fregar los platos y volví a mi tema favorito. Con cierto recelo le entregué las cartas de la Queen a mi amigo experto en literatura, junto con sus respectivas respuestas, aunque reconozco que aparté algunos mensajes especialmente picantes. Hacía tiempo que el intercambio de cartas con la mujer había sobrepasado los límites de la decencia, si bien también comentábamos otros asuntos que en ocasiones eran muy graciosos y divertidos y a veces también muy personales, pero que, por desgracia, por parte de ella nunca eran tan claros como para permitirme a mí, un vulgar mortal, sacar alguna conclusión.

El Amor De Mi Vida Es Una DesconocidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora