La cordura de sabernos locos, en lugar de la locura de creernos cuerdos
El último ron con cola estaba demasiado corto de cola.
Esa era la única explicación lógica que pudo encontrar pasado el tiempo.
Quizá las cinco copas que habían precedido a la última tuviesen algo que ver, aunque que no podía estar muy seguro.
En realidad, pasado el tiempo no estaba seguro de absolutamente nada.
Cuando salió del local le quedaba la conciencia justa para ir midiendo las aceras hasta acertar con el portal de su edificio y, muy a duras penas, introducir la llave en el oficio adecuado cuando identificó la puerta de su casa.
Cayó de rodillas cuando la pesada puerta de madera cedió a sus maniobras y lo hizo sobre varios sobres de papel que alguien había deslizado por debajo.
Estaba oscuro y no podía distinguir de qué se trataba pero sospechaba que tenía que ver con recibos impagados, alquileres pendientes y que aquellos trozos de papel eran los últimos jirones de una vida que se venía abajo.
Su vida, su sueño. Todo a la mierda.
Sin ponerse de pie, olvidando su dignidad, atravesó a gatas la entrada y llegó hasta el salón. En algún lugar debía quedar todavía una botella con la que brindar por su cumpleaños.
En el proceso tiró al suelo vasos y platos que había dejado en la mesa, demasiado cabreado con el mundo para hacer algo tan trivial como limpiarlos.
¿Qué más daba? Probablemente, también se los quedasen.
Encontró una botella de ron casi vacía y se dispuso a dar cuenta de lo que quedaba sin utilizar siquiera un vaso. Al fin y al cabo el decoro estaba muy sobrevalorado. Y sus vasos estaban todos sucios.
Treinta y uno.
Se preguntó si ya lo podía celebrar oficialmente su nueva edad, aunque aún faltaban un par de horas para las doce.
Aunque el mundo era muy grande y seguro que algún lugar del planeta ya era miércoles.
Y su cabeza daba vueltas a mucha más velocidad que el globo terráqueo.
Apoyó la cabeza en el sofá y cerró los ojos haciendo lo posible por combatir las náuseas.
Su vida, su futuro, su mundo entero, se había ido a la mierda hacía unos meses.
Decidió que aunque no tuviese velas y nadie fuese a cantar el cumpleaños feliz aún podía pedir un deseo.
Ojalá que nunca la hubiera conocido.
Ojalá.
Por un instante estuvo tentando de intentar levantarse otra vez y volver al último garito. El de la copa con demasiado ron. El de la chica demasiado joven y demasiado parecida a aquella que nunca debía haber entrado en su vida que le había estado sonriendo desde la primera copa.
Follarse a la marca blanca contra la pared de un callejón quizá le hiciese sentirse mejor.
Pero probablemente no.
Mientras se precipitaba hacia el baño, pensó que su hígado tampoco debía estar conforme con esa decisión.
Vació el contenido de su estómago, líquido en su mayoría, y esperó que eso le hiciese sentirse un poco mejor.
No hubo suerte.
Con los brazos casi laxos, sin fuerza, se apoyó como pudo mientras su cuerpo se disolvía en arcadas improductivas. Era muy probable que se fuese a desmayar en cualquier momento de modo que se arrastró hasta la ducha y abrió el grifo del agua fría conteniendo un grito cuando sintió miles de gotas heladas llegar a su piel a traves de la ropa que aún tenía puesta.
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La isla del faro
Fiksi PenggemarEn una diminuta isla del mar de Escocia existe un refugio para artistas. Una pequeña burbuja para almas perdidas.