30.Cladach (Orilla)

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Luis Cepeda Fernández supo antes incluso de tocar el agua que, en esa ocasión, el mar no le devolvería a la orilla.

El primer contacto con el agua helada, cuando se zambulló, despejó un poco la bruma del alcohol. Desgraciadamente fue lo justo para entrar en pánico al darse cuenta de que no estaba en condiciones para hacerle frente al mar ebrio y en medio de una noche cerrada. 

Frenético, no se le ocurrió nada mejor que abrir la boca para gritar y pedir ayuda, pero en lugar de emitir sonido alguno, el agua salada entró a borbotones por su boca, su nariz y  su gartanta. 

Directa a sus pulmones. 

Y la marea, que le había llevado una y otra vez a la orilla de Little Ross, le apartó con saña de la costa. 

Un último resquicio de lucidez, le indicó que debía intentar dejar de pelear. Conservar las fuerzas, intentar flotar. Algo. 

Al dejarse ir, el mar le empujó de nuevo, pero en lugar de hacer lo suavidad, le llevó con fuerza hasta un saliente de la roca. Aún debajo del agua pudo sentir el borde afilado de la piedra clavarse en su espalda. 

Tenía claro que nadie vendría a buscarlo. Les había pedido a sus amigos que le dejasen tranquilo para lamer sus heridas. 

Y él, que había vivido los últimos años poniendo la razón por encima de las emociones, se había dejado llevar por su rabia en el momento más inoportuno. 

Podía sentir arder el trozo de piel de su espalda donde la herida estaba sangrando. 

Tenía que concentrarse. Cerró los ojos y decidió contar hasta diez para recuperar la calma. 

Quizás mejor hasta cinco. Después de todo cada segundo que pasaba sin respirar empeoraba las cosas. 

Uno. 

Viajo hasta la playa a la que sus padres les llevaban de niños. María le sacaba la lengua subida a una roca.

Dos. 

Fuergo. Garcés y los otros, le jaleaban para que saltase una de las hogueras de San Xoan en Riazor. 

Tres. 

Frío. El agua que lamía las rocas en el río helado en Candeleda. Aitana y él calientes bajo la corriente. 

Cuatro. 

Ruido. Aplausos y gente coreando sus canciones, luces por la platea y globos flotando. 

Cinco. 

Su isla. Su refugio, que ahora le rechazaba. 

Y sobre ella el faro. El fuego crepitando en la sala de composición y arrancando destellos de un vaso de whisky. 

Aitana sentanda frente a su mural escuchando la música del vinilo. Aitana gimiendo su nombre desnuda contra la pared de piedra. 

Paz. 

Era tan tentador dejarse llevar. Refugiarse en esos recuerdos y dejar de pelear. 

Pero no podía acabar así. Solo y borracho en el mar. Un nota al pie de página en la sección de sucesos. Un comentario breve en una revista del corazón. 

No debía. 

No había peleado cinco años atrás cuando le habían arrebatado todo. No podía perderlo por su propia mano. Por su propia estupidez.

Un poco más calmado buscó a ciegas un saliente el mar revuelto. Un corte en el brazo se unió a la colección de heridas de las que tendría que preocuparse si llegaba a salir del agua. 

La isla del faroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora