9. Cunnart (Peligro)

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Marina Rodriguez no había corrido tanto en su puta vida. 

Y eso que Garcés se empeñaba en mantenerlos a todos a raya con el apoyo traicionero de Theo y les obligaba a hacer ejercicio con regularidad.  

Aún así, jamás, en sus veintisiete años había estado a punto de dejarse los hígados de aquella manera. 

La única razón por la que había sido ella y no Luis quien había ido a buscar a Alfred al aeropuerto había sido la casualidad. 

A Alfred y su sorpresa. 

Joder. 

Intentó respirar por la boca segura de que en cualquier momento iba a hiperventilar y caer redonda al suelo. 

Luis  se había levantado con fiebre aquella mañana aunque, por supuesto, intentó disimular y no les dijo nada al resto. 

A Paula, sin embargo, le había bastado con una mirada a aquellos ojos vidriosos para decretar que no estaba en condiciones de conducir hasta Edimburgo. 

Ante sus protestas, Paula había incorporado un par de juramentos en gallego cerrado amenazándole, además, con llamar a su madre si se le ocurría la estupidez de bañarse en aguas heladas como el resto de las mañanas. 

Probablemente Paula, o más bien la amenaza de Encarna, había sido lo único capaz de conseguir que Cepeda se volviese a la cama, aún farfullando todo el camino que, en el fondo, estaba bien. 

Garcés, normalmente segunda opción para la tarea del aeropuerto, estaba encerrado en su estudio acabando los planos de una nueva casa de madera que le habían encargado para la vecina isla de Man. 

Por eso Marina y Theo habían cogido la lancha y después el coche hasta Edimburgo. Ellas siempre eran la última opción porque Marina odiaba conducir por la derecha, a pesar del tiempo que llevaba viviendo en Escocia y Theo odiaba conducir en general.

Prácticamente se había olvidado de la sorpresa que Alfred había prometido en su correo electrónico de hacía unos días hasta que les vio en el aeropuerto. 

Marina detuvo la carrera y apoyó las manos en las rodillas desfallecida. 

Tenía que encontrar a Luis. Tenía que hacerlo antes de que él  se encontrase la sorpresa y la isla hiciese honor a su maldición y hubiese lagrimas, crímenes y desgracias en general.  

Una fiesta vaya. 

Decir que se había quedado congelada al ver a Aitana era poco. 

Alfred, a su lado, en la salida de la sala de equipajes, parecía encantado de conocerse, flanqueado a un lado por su antigua compañera y al otro por su guitarra. 

- ¿Te puedes creer que querían cobrarme por llevar la guitarra?-dijo después de saludarla.

Marina no podía creerse que ese fuese precisamente su saludo. Como si además de una guitarra no hubiese traído una bomba que iba a estallarles a todos en la cara. 

Para ser completamente justos Aitana parecía tan sorprendida de ver a Marina como esta  de verla a ella y su gesto indicaba que no sabía si le esperaba un abrazo o una bofetada. 

Estaba claro que Alfred había decidido jugar a ser dios como pasatiempo para las vacaciones. 

Su primer impulso fue pedirle que se subiese en un avión de vuelta. Llegó a abrir la boca para decírselo. Aitana no podía pisar Little Ross. 

Pero se distrajo observando a la tercera persona que formaba parte de aquella particular excursión. Un hombre alto y moreno, que no perdía de vista a Aitana en ningún momento e incluso llegó a dirigirle una mirada que Marina interpretó como de amenaza o advertencia cuando se saludaron, como si fuese una suerte de guardaespaldas. 

La isla del faroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora