2. Madainn mhath (Buenos días)

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La espuma de las olas lamió los desgastados bordes de la embarcación. Argyle Ryan observó el el agua desde su embarcación con el ojo experimentado del que llevaba muchos años lidiando con las mareas.

No era un mal día para salir a faenar, pero el mar distaba mucho de parecerse a un plato. Sin embargo la captura no sería buena, calculó, la temperatura del agua debía andar cerca de los cero grados.

Lanzó las redes por la borda y se dispuso a esperar. A pesar del frío era un día claro. Poco habitual en febrero. Abrochó su chaqueta de pana para protegerse del viento y se relajó encendiendo un cigarrillo.

Miró hacia la costa, donde solo adivinaban los edificios más altos de Kirkudbright, por la suave elevación del terreno cubierto de hierba verde que rodeaba el estuario del río Dee.

Con el segundo cigarrillo se giró hacia el suroeste, donde en días claros como aquel, se podía adivinar la costa de la Isla de Man.

Aún no había consumido la mitad del pitillo cuando se giró hacia Little Ross y le vio subido a una roca.

Argyle ahogó una risa sorprendida en el cuello de lana de su chaqueta y levantó la mano para saludarle con un grito.

- Hey Seòlta, Madainn mhath!

El hombre subido a la roca le devolvió el saludo.

- Buenos días, ¿como va la pesca?

No parecía importarle demasiado el frío a pesar de estar completamente desnudo, y tampoco parecía importarle que el pescador le observase desde su embarcación.

A ninguno de los pescadores de la zona les asustaba, o sorprendía ya la figura de Luis Cepeda, desnudo sobre las rocas. Se limitaban a hacer apuestas sobre si se atrevería a hacerlo en los días más fríos del invierno.

Argyle masculló por lo bajo. La pesca iría mal y además perdería la apuesta con el cretino de Duncan Ferguson que había apostado que aquella mañana el loco de la isla no sería capaz de bañarse.

Claro que casi ningún día había perdonado el baño. Con frío o calor.

O lo que pasase tímidamente por calor en aquel rincón del mundo donde raramente se superaban los veinte grados incluso en lo peor de la canícula.

Lo más habitual era ver a Luis Cepeda, no más tarde de las diez de la mañana, siempre en la misma roca.

Solo él sabía que era la misma roca desde la que se había bautizado en Little Ross. Allí el mar le había devuelto a la costa de la isla y había tomado la decisión de quedarse.

A veces los pescadores no llegaban a tiempo de verle saltar, porque ni tan siquiera se paraba demasiado a pensar.

Pero aquella mañana se detuvo unos instantes observando el mar. Se había levantado con una incómoda sensación en la base de la nuca y no quería precipitarse.

No era un hombre supersticioso. A pesar de su origen gallego y de llevar varios años viviendo en un país que creía en la existencia de animales mitológicos como dogma de fe, él era una persona esencialmente racional.

Por eso le molestaba especialmente esa idea recurrente que se había instalado en su cerebro de que algo malo estaba a punto de pasar.

De modo que aquella mañana, como algo extraordinario, dudó antes de lanzarse al agua.

Devolvió el saludo a Argyle y el viento le trajó de vuelta además de su saludo un grito en gaélico.

Seòlta

Loco.

Le habían bautizado el primer día como el loco de la isla, porque según la gente del pueblo nadie en su sano juicio se habría ido a vivir voluntariamente a aquel lugar maldito.

La isla del faroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora