5. Dìlseachd(Lealtad)

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Cada vez que Alfred García se sentaba a componer se arrancaba el alma a tiras. 

El resultado eran piezas hermosas y puras, oscuras a veces, pero que siempre le dejaban agotado emocionalmente. 

Su primer disco se saldó con un alto coste para su salud mental. 

Por eso, una vez recuperado, cuando empezó a componer las piezas del segundo trabajo, en lugar de lanzarse al vacío, se limitó a asomarse tímidamente al abismo. 

Lo hizo de forma consciente, aterrorizado de volver a sentir el vacío y la angustia de la primera vez. 

El resultado fue un conjunto de piezas técnicamente aceptables pero mediocres y apáticas, que cosecharon pobres críticas y desencantaron a sus seguidores. 

Alfred se hundió de nuevo. 

Que era, irónicamente, lo que había pretendido evitar. 

 Se recluyó en casa de sus padres, como había hecho la primera vez y, en esta ocasión decidió que allí se quedaría. 

Quizá la vida de cara al público no era para todo el mundo. No cuando hacía tanto daño. 

Le habían llegado los rumores, como a todo el mundo, de que Luis Cepeda se había vuelto completamente chiflado y se había comprado una isla.

Una puta isla.

En un primer momento se había reído de él, como todo el mundo. Cuando sintió que su carrera se terminaba, sintió envidia. 

Fue Marina quien le llamó para ofrecerle pasar unos días con ellos en Little Ross. 

Marina. De toda la gente del mundo, Luis había escogido como compañera de aventura a Marina. 

Por supuesto la curiosidad fue suficiente para arrancarle de su retiro y animarle a subir a un avión rumbo a Edimburgo. 

La motivación de Marina, no era hacer negocio. Segun ella, se lo debían unos a otros. Los parias. Los exiliados. 

Luis aceptó a regañadientes. Habría sido una exageración decir que Alfred García y Luis Cepeda eran amigos. 

Eran demasiado diferentes y demasiado similares al mismo tiempo. Demasiado intensos. Demasiado todo. 

Aún así eran algo y su corazón se encogió de dolor cuando le fue a recoger al aeropuerto. 

Encorvado y tacirturno. Se sobresaltaba con cualquier ruido y parecía permanentemente a punto de echarse a llorar. 

Cuando Marina le vio, al llegar a la isla, insistió en que se alojase con ellos en el edificio principal, pero fue Luis quien insistió en darle su espacio y propuso que estrenase una de las casas de madera que Garces acaba de diseñar y de las que se sentía tan orgulloso. 

Reconocía en el otro la necesidad de estar solo que a él mismo le asaltaba de vez en cuando. 

O quizás fuera posible que a Luis le incomodaran los sentimientos de Alfred, porque le recordaban demasiado a su propio dolor. 

De modo que llegó a la isla y los locos le acogieron como uno más. Marina le dejó hablar durante horas y le prestó su hombro para llorar.  Paula, la cocinera recién incorporada, aprovechó para experimentar con él las recetas y le enseñó a hacer pan. Hasta Garcés insistió para que le acompañase en su carrera matutina y se puso como meta ponerle en buena forma física. 

Luis les observaba interactuar desde fuera y no acababa de encontrar su función en aquel proyecto que él mismo había puesto en marcha. 

Lo más que podía hacer era emborracharle y llevarle a tierra firme para que encontrase una mujer con la que echar un polvo. 

La isla del faroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora