Prefacio

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[Límites entre Oriente Próximo y Asia. 700 D.C.]

—Retiro lo que pensaba antes... ¡¡¡Odio el maldito Mundo Mortal!!!

Exclamó al aire, descargando toda su frustración mezclado con deseos de matar, una mujer joven que no era árabe ni asiática, ni mucho menos africana, sobre todo porque su piel era muy blanquecina para alguien que estuviese parado en medio de un desierto, a plena luz del feroz sol del mediodía. Tenía los ojos de un color gris que combinaban con su piel blanca, y contrastaba con su cabello negro y liso que llegaba hasta su cintura. Su físico era delgado pero atlético y en extremo esbelto, dando a entender que se ejercitaba y cuidaba muy bien (quizás hasta un punto exagerado), y eso era muy notable dada a su vestimenta.

Llevaba puesto una armadura ligera de color negro en su totalidad, que además de hacer gala de su cuerpo, también tenía cierto toque intimidante, y hasta tétrico. Tenía una coraza con hombreras en extremo puntiagudas, que abarcaba parte de su espalda y caderas hasta parte de sus pechos —de modo que tenía un gran escote—. Y de las caderas tenía sujetada una tela oscura, que además de capa, servía para cubrir su entrepierna. Por último en sus piernas tenía como pantimedias una coraza del mismo diseño y color que su pechera, que le llegaba de los pies hasta la mitad de los muslos.

No obstante lo más llamativo de ella, era que tenía ambos lados de su cabeza un par de cuernos de carnero, y en su espalda desplegaban un par de alas negras de murciélago; era una diablesa, y no una cualquiera. Era Naamah Satán, la Princesa del Infierno, segunda hija de la Estrella de la Mañana, Lucifer, y primera hija de la Madre de los Demonios, Nanma.

—¡Lo odio, lo odio, lo odio! —gritaba Naamah, con feroces gruñidos semejantes a los de un animal, mientras golpeaba con sus puños la tierra en un arrebato de furia, creando una enorme grieta además de hacer temblar toda la zona

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—¡Lo odio, lo odio, lo odio! —gritaba Naamah, con feroces gruñidos semejantes a los de un animal, mientras golpeaba con sus puños la tierra en un arrebato de furia, creando una enorme grieta además de hacer temblar toda la zona.

—¡Naamah por favor cálmate! ¡Hay una aldea humana a tres kilómetros de aquí y tus golpes podrían causar un terremoto!

Pidió, de una forma tan gentil que se notaba toda su preocupación, un hombre joven sentado en posición de meditación, flotando a pocos centímetros del suelo, teniendo los ojos cerrados y rodeado de una energía celestial rojiza. Su piel era de un tono bronceado claro que a simple vista lo hacía parecer un nativo de Asia Central, aunque él no era indio, ni tampoco de ascendencia árabe o africana ni podría serlo, pues tenía un llamativo cabello rojizo alborotado semejante a la melena de un león —muy parecida al de los irlandeses— que tapaba un poco su frente y le llegaba hasta los hombros.

Era de constitución delgada, aunque con una musculatura tan desarrollada que reflejaba años de intensos entrenamientos físicos. Y eso podía apreciarse a la perfección, porque su torso estaba expuesto y usaba como vestimenta un pantalón holgado negro, con una tela roja envuelta en la cintura a modo de capa, sujetada por una correa dorada con el símbolo de una cruz roja en medio. Y de complemento traía botas negras con placas doradas encima, y ​​tenía cubierto desde los hombros hasta las muñecas armadura ligera dorada con la misma cruz grabada en los antebrazos.

Immortalem: Inicio del Nuevo MitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora