Capítulo 1

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El día que lo vi por primera vez, el sol del mediodìa calentaba la tierra del valle del sol, el pueblo que me vio nacer

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El día que lo vi por primera vez, el sol del mediodìa calentaba la tierra del valle del sol, el pueblo que me vio nacer. Llevábamos más de dos meses sin lluvias, y para mí, que detestaba muchísimo el calor, eso ya significaba demasiado tiempo.
 
Mi madre me había sacado temprano de la cama porque quería que la acompañara al mercadillo para comprar algunas frutas frescas. Tal vez si había algo que odiaba más que el calor insufrible, era levantarme temprano. Pero ella sabía cómo jugar sucio y me había hecho prometerle la acompañaría. Yo nunca rompía mis promesas. 

Cuando regresábamos, vi el camión de la mudanza estacionado frente a aquella casa vieja y medio destartalada que llevaba vacía desde hacía meses. Admito que sentí mucha curiosidad por saber quiénes habían sido los valientes que decidieron mudarse allí; la gente solía decir muchas cosas sobre esa casa, y aunque casi nadie sabía cuál de todas era cierta, el rumor popular era que aquel lugar estaba habitado por fantasmas. Sin embargo, aquello no pareció afectar demasiado a los recién llegados —o tal vez los rumores no habían llegado hasta ellos—, yo solo esperaba que no salieran huyendo como solía pasar en las películas de terror yankees. 

—Hay que saludar a los nuevos vecinos y preguntarles si necesitan algo. —Mi madre me habló desde la cocina, mientras sacaba las frutas de las bolsas plásticas y las metía dentro del lavabo para enjuagarlas.

Me había tumbado en el sofá, con el ventilador en la cara. El calor me tenía bastante picoso, y de solo pensar en la cordialidad exagerada de mi madre y que encima quisiera arrastrarme con ella solo hizo que mi humor empeorara. 

—Nop, olvídalo —dije a secas, acercando el ventilador con el pie. 

—No seas tan anti, Elías. Van a ser nuestros vecinos. 

—Ajá, déjame adivinar: ¿nunca voy a saber cuándo voy a necesitar una taza de azúcar o algo por el estilo?

Escuché a mi madre soltar un resoplido desde la cocina, luego sus pasos zapateando en las baldosas que cada mañana lustraba con tanto esmero. Se paró frente a mí con un repasador en las manos; tenía esa expresión en su rostro que solía poner cuando yo me ponía picoso y ella no tenía ganas de lidiar con mi adolescencia. Yo la conocía bien, y en ocasiones me gustaba hacerla enojar. 

—Yo no crié a un maleducado, ¿qué te cuesta acompañarme? me da vergüenza plantarme yo sola en la puerta de su casa, además, me gusta que te conozcan para que sepan que no eres ningún malandro.

—¿Tengo pinta de malandro? —pregunté, fingiendo indignación. 

Ella me lanzó el repasador con el que se estaba secando las manos, luego refunfuñó otra vez. 

—Voy a preparar una tarta de manzana y cuando baje el sol los voy a saludar, y tú me vas a acompañar, o te olvidas de pedirme cualquier otra cosa.

—Tú eres quien me pide cosas a mí todo el tiempo, mamá. 

Y de nuevo vi esa mirada. No abrió la boca, pero me lo dijo todo, y yo no era 
ningún tonto. Sabía cuando debía callarme. 

La subjetividad de la bellezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora